
FROYLÁN ALFARO
Una palabra es sólo un sonido. Un puñado de aire moldeado por la garganta, una vibración pasajera en el espacio. Sin embargo, vivimos como si las palabras fueran otra cosa: puertas que nos llevan al mundo, la materia misma de nuestro pensamiento. Sin ellas no podríamos hacer casi nada. Pero ¿cómo es posible que simples signos adquieran significado? ¿Cómo pueden esas marcas en el papel, esos ruidos en el aire, llevarnos más allá de sí mismas?
El problema del significado es, en el fondo, el problema de nuestra relación con la realidad. No se trata sólo de entender cómo funcionan las palabras, sino de preguntarnos si lo que decimos tiene alguna conexión con lo que llamamos “el mundo”.
El sentido común nos dice que el significado es algo simple: las palabras sirven para nombrar cosas. “Árbol” designa ese ser de tronco y hojas; “casa” se refiere al lugar donde vivimos. Pero esta idea, por intuitiva que parezca, es engañosa. Si el significado fuera solo una etiqueta pegada a cada objeto, ¿cómo podríamos hablar de cosas que no existen? ¿Dónde está el significado de palabras como “hipogrifo” o “infinito”?
Platón, en su afán por encontrar fundamentos sólidos, propuso que las palabras se referían a entidades perfectas fuera de este mundo: las Ideas. Un círculo dibujado en la arena nunca será perfecto, pero la Idea del círculo sí lo es. En ese mundo de Ideas, cada palabra encontraría su anclaje. Pero esta solución plantea un problema aún mayor: ¿cómo accedemos a ese reino de esencias? ¿Y qué ocurre con palabras como “justicia” o “amor”, que parecen cambiar de significado según el contexto?
Wittgenstein, con su bisturí filosófico, desmontó la idea de que el significado depende de una relación entre palabras y cosas. “El significado de una palabra es su uso en el lenguaje”, afirmó. No hay esencias ocultas detrás de los términos, ni correspondencias mágicas entre signos y realidades. Saber lo que significa “juego”, por ejemplo, no implica encontrar una definición universal, sino entender cómo usamos la palabra en diferentes situaciones.
Imaginemos, querido lector, a un niño que aprende a decir “perro”. No necesita conocer la esencia de la perridad ni distinguir con precisión científica cada raza. Aprende, más bien, a usar la palabra en los contextos adecuados: cuando señala a un labrador en el parque, cuando dibuja un chihuahua en su cuaderno. El lenguaje es un conjunto de reglas tácitas, de acuerdos compartidos que nos permiten comunicarnos sin necesidad de un significado absoluto.
Pero esta respuesta no elimina el misterio. Si el significado depende del uso, entonces no es algo fijo, sino cambiante. Y aquí la estabilidad del lenguaje empieza a tambalearse.
De igual manera, Nietzsche sospechó que el lenguaje, lejos de ser un reflejo de la realidad, era una trampa. Para él, las palabras no descubren el mundo, sino que lo simplifican hasta el absurdo. “Árbol” nos hace creer que todos los árboles son iguales, cuando en realidad no hay dos exactamente idénticos. Las palabras crean ficciones útiles, pero al precio de deformar la riqueza de la experiencia.
Orwell llevó esta idea al extremo en su libro 1984, donde el lenguaje se convierte en un instrumento de poder. En su novela, el Ministerio de la Verdad inventa la neolengua, un idioma diseñado para impedir el pensamiento libre. Si no hay palabras para la rebelión, tampoco habrá manera de concebirla. Aquí el problema del significado se convierte en un problema político: quien controla el lenguaje, controla el pensamiento.
Y esto no es solo ficción. Hoy, en la era de la desinformación, vemos cómo las palabras pueden ser vaciadas de sentido o usadas para distorsionar la realidad. ¿Qué significa realmente “democracia” cuando lo mismo la reclaman dictadores que activistas? ¿Cuándo una “crisis” es una crisis y cuándo es sólo un término manipulado para justificar medidas impopulares? Si el significado depende del uso, y el uso está mediado por el poder, ¿qué nos queda?
Volvamos a la pregunta inicial: ¿cómo logran las palabras significar algo? Después de recorrer estas dudas, la respuesta parece más esquiva que nunca. Tal vez el problema no sea encontrar una esencia oculta detrás del lenguaje, sino aceptar que el significado es siempre provisional, una construcción frágil que sólo funciona mientras compartamos ciertas reglas.
El significado no es algo que descubrimos, sino algo que creamos. No hay un diccionario definitivo que garantice que nuestras palabras reflejan el mundo con exactitud. Lo que tenemos es un juego en marcha, un tejido de interpretaciones que se mantiene vivo mientras haya quienes lo usen.
Pero esta incertidumbre no es una condena, sino una oportunidad. Si el lenguaje no está atado a una realidad fija, entonces también podemos reinventarlo. Podemos cuestionar las palabras que nos han impuesto, redefinir los términos con los que pensamos el mundo, abrir nuevos espacios de significado en lugar de aceptar pasivamente los que nos han sido dados.
El enigma del significado no tiene una solución definitiva. Pero tal vez su verdadero sentido esté precisamente ahí: en la posibilidad de seguir preguntándonos, de no dar nada por sentado. Porque mientras haya quien cuestione lo que las palabras quieren decir, el pensamiento seguirá vivo.