Óscar Bonilla
Una noche, de las entrañas de un monte se levantó un pequeño esqueleto. Miró a la luna, lloró con voz infantil y echó a andar. Caminó sin rumbo, sin destino. Caminó porque tenía que hacerlo, porque estar enterrado sin tumba y sin nombre no es correcto. Mientras andaba, su llanto iba despertando a otros esqueletos que salían de la tierra y se unían a su marcha. Eran más grandes, y al encontrarse lo abrazaban y se fundían con él. A medida que nuevos esqueletos llegaban, el esqueleto pequeño crecía. De medio metro pasó a medir un metro, después dos, tres, cinco. Tras la séptima noche medía ya veinte metros y su llanto era tan fuerte que a su paso temblaban árboles y montañas, cerros, cuevas y laderas. Allá donde fuera, los muertos abandonaban sus tumbas clandestinas: esqueletos anónimos ejecutados en noches aciagas, víctimas de la guerra y el olvido. Los vivos, al escuchar su llanto, también salían a su encuentro, agachaban la cabeza y lloraban con él; humedecían de lágrimas la tierra por donde el esqueleto caminaba. Un año entero duró la marcha. El esqueleto recorrió el país de punta a punta: de los desiertos del norte a las selvas del sur y de regreso. Al final era tan alto que se erguía como una montaña de tristeza. Una noche se dirigió a la costa y se internó en el océano. Caminó entre las olas hasta perderse en el agua. El país lloró al verlo hundirse. Las lágrimas fueron tantas y tan saladas que se confundieron con el mar mismo. Después, la gente se enjuagó los rostros y todos juntos erigieron una columna de piedra en la cual grabaron los nombres de los muertos.