
En las páginas doradas de El gran Gatsby, la tinta se convierte en perfume antiguo, en humo de jazz y promesas incumplidas. Leí la novela como quien se mira en un espejo que distorsiona la realidad: allí estaba yo, joven, deseando que el amor lo justificara todo, que el brillo bastara para ser feliz. Pero Fitzgerald me tomó de la mano y me susurró: cuidado con los sueños que se visten de oro falso.
Gatsby, ese faro incansable mirando al otro lado del agua, parecía hablarme en cada página. Su anhelo me hería. ¿Acaso no hemos todas amado así, con una fe desmedida, creyendo que podemos reinventar el pasado? Daisy, por su parte, me descolocó. No es heroína ni villana, sino reflejo. En ella sentí el peso de las elecciones impuestas, de lo que una mujer “debe” ser para pertenecer, para sobrevivir en un mundo que la decora, pero no la escucha.
La prosa de Fitzgerald es un vestido de seda: deslumbra, seduce, pero también aprieta. Cada palabra es una joya puesta con precisión cruel. Y ahí, entre fiestas interminables y copas alzadas, descubrí el vacío. Leí con los sentidos despiertos, con el corazón tiritando bajo las lentejuelas.
Para mí, joven lectora, esta novela fue advertencia y espejo. El mundo puede ser hermoso y podrido al mismo tiempo. El amor puede doler más que sanar. La esperanza, cuando se aferra a lo imposible, puede hundirnos lentamente.
El gran Gatsby no es sólo la historia de un hombre que quiso alcanzar el verde inalcanzable, es también la historia de quienes lo vieron naufragar sin poder salvarlo. Y yo, desde mis ojos de mujer que empieza a caminar entre luces y sombras, entendí que hay que aprender a mirar más allá del brillo… y elegir no ser Daisy, no ser Gatsby, sino alguien que, desde el silencio, escribe su propia historia.
Porque a veces, leer también es despertar.
Queridas lectoras y estimados lectores, hoy, cien años después de su publicación, regreso a estas páginas con los ojos más agudos, con el corazón menos ingenuo. Y comprendo que esta novela no ha envejecido: se ha vuelto más punzante. Volver a Gatsby es leer también lo que callamos, lo que como mujeres hemos aprendido a desear y a soltar. En este centenario, la historia resuena como un eco que no cesa, un espejo que ya no quiero evitar.
Ángel Emiliano lo sabe, y por eso su homenaje en las páginas centrales de El Mechero no es solo una celebración del texto, sino una invitación a releer desde la fisura. Su mirada generosa nos devuelve a Gatsby con nueva luz, con palabras que, como faros, iluminan no solo el pasado literario, sino el presente íntimo de quienes seguimos buscándonos en los libros.
Karen Salazar Mar
Directora de El Mechero