
JESÚS PABLO MARTÍNEZ RODRÍGUEZ
“Sapere Aude” —recordaba, con cierta aflicción, la frase de Immanuel Kant. Me recordaba a alguien, quizá un hombre, un titán; no sabía a quién me recordaba esto. Sólo… recordaba. Y en esos recuerdos, había algo brillante detrás. —
Hace poco más de 5 o 6 meses que me había graduado. Recuerdo perfectamente ese día: la misa fue en una iglesia que, personalmente, me resulta bastante bella. Era como haber visitado un salón de hechicería medieval: vituperante y, a la vez, hermoso. Era como imaginarse al surreal Rafael Coronel y, por chistoso que parezca; también a Mickey Mouse disfrazado de mago. Ahí existía tanto la rareza como la inocencia.
Más tarde, la entrega de papeles y la sesión de fotos: dos artistas en uno. Es como si se complementaran Manuel Felguérez y Rafael Coronel. ¡Oh, vaya, que ya mencioné a Coronel! —vociferé, como si no me hubiera dado cuenta de mi error. —
Y entonces… me retiré a desayunar.
El lugar elegido fue la antigua morada de La Condesa de Zacatecas, construido en el siglo XVIII. Estaba solo, no había nadie, solamente un joven mesero que nos preparó, con profusa y dudosa maestría; unos platillos. Mexicanos, claro.
Tardamos alrededor de 1 hora y 30 minutos en terminar. Nos tomamos fotografías en los frescos, mi teléfono fallando desde aquel entonces; y queriendo dar un tour por el lugar. Pero no había disponibilidad. Juramos regresar —¿juramos?, quizá nunca regresemos. El mar no cesa, como dijeron los Héroes del Silencio; y nos ha llevado a otra corriente. —
Llegué, finalmente, a la Casa Rosada. No de Argentina, sino mía. Yo no era nadie para ensalzar mi hogar. Me dispuse a agarrar mi bajo eléctrico, conectarlo a una pequeña bocina —quejándome, siempre quise un amplificador más grande. ¡Pero, hey! No se oía nada mal con esa bocina. — ¡Y a darle, que es mole de olla!
Toqué varias canciones, entre ellas “Somos Ajenos” de Enjambre, “La Bamba” de Ritchie Valens y, por qué no; también clasicazos como “Another Brick in the Wall” o “Comfortably Numb” de Pink Floyd. Algo me decía que a ese gigante le gustaba esa banda. También ensayé lo que me enseñó: la técnica del slap. Y en cuanto a mí, yo busqué más técnicas, como el tapping.
Por otra parte, estudié eventos cruciales del siglo XX como la Primera y la Segunda Guerra Mundial: recuerdo que me había regalado la obra cumbre de Erich María Remarque (o Remark): Sin novedad en el frente. Lo leí, con un enfoque bastante renovador. Y encontré en él palabras iluminadoras sobre la futilidad de la guerra.
Aquel hombre fuera de serie me pidió que, cuando finalizara el libro, le diera mi perspectiva. Y entonces, comencé a redactar:
“Futilidad.
¿Qué es la futilidad,
sino desentender la guerra con claridad?
Ambigüedad.
Paul Bäumer, Stanislaus Katczinsky;
Y solamente quería ser yo Stravinsky.
Y entonces… comprendí.
Porque la guerra fue lo peor que conocí.”
Con estas palabras, le quería explicar a aquel hombre colosal que la obra me había encantado. No quería explicárselo de una forma simple —repliqué—, sino de una forma quizá… extraordinaria.
Quería devolverle el favor, también me había impartido Estructuras Socioeconómicas de México, Historia del Arte y Taller de Lectura y Redacción. Y yo… sólo le impartí palabras. Y en eso, había una rareza. Rareza preciosa, casi como una joya de la corona de un Rey.
Pero esos días habían cesado —comencé a sollozar, casi como Seita viendo acaecer a su hermana Setsuko. Una tumba de luciérnagas había crecido tras este despojo, y solamente recordé que somos sólo huéspedes de este orbe. Un orbe que era… inherente a nosotros. —
Caminaba ahora en los senderos que se bifurcan, como diría Borges. ¡En la Unidad Académica de Historia, demonios! Pero eso es lo que aquel hombre quería: verme crecer, aunque en ese crecimiento hubieran achaques tanto físicos como psicológicos. Y no le podía fallar.
Me dispuse a caminar, pues; en la Avenida Hidalgo de la capital zacatecana. A desentrañar misterios, a descubrir verdades. Tenía en él un cómplice, un amigo que me apoyaría y acompañaría en todo lo que hiciera. Y entonces… estaba el Festival Internacional de Jazz y Blues Zacatecas 2025. ¡Qué emoción! —grité, destilando felicidad. —
Él tocaba el bajo eléctrico. Era como estar en una tierra. La tierra fértil. Y yo, con mi oído quizá agudo, plausible; y a la vez herido y parcial, me dispuse a escuchar cada nota. Eran 4 cuerdas.
Y yo también tenía 4 emociones: felicidad, emoción, euforia y éxtasis. Y he ahí la razón de ser de todo este discurso: era como ver al mismísimo Roger Waters o, quizá, al mismísimo Jaco Pastorius.
No utilizaba un bajo fretless, pero había en su forma de tocar una pasión palpable. Tocó jazz progresivo, progresivo como algo universal: como siguiendo el éxito, subiendo paso a paso a la cima.
Tiempo después, me di cuenta que él también era como el rebelde del acordeón. El famosísimo Celso Piña, pero a su modo.
Y entonces… comenzamos una rebelión. Ojalá dé frutos.
¿Fin?