
DANIEL MARTÍNEZ
Gracias a la lectura de No soy un robot. La lectura y la sociedad digital de Juan Villoro, supe del hombre “ordinario” que salvó al mundo. Una historia real que ofrece una reflexión sobre la preeminencia de lo humano sobre lo tecnológico, de la intuición sobre una lógica cerrada, de lo natural sobre lo artificial, del hombre sobre la máquina. Y decir que salvó al mundo no es exagerado y es casi literal: en sus manos y en su albedrío estuvo el porvenir de la humanidad por unos minutos. Creo que, haciendo una revisión en la Historia, serían contados los hechos en los que la dirección que tomara el devenir del mundo haya dependido de la decisión de una sola persona. Es una historia que además cobra relevancia en estos días en que pareciera que la amenaza la conflagración nuclear se cierne nuevamente sobre nosotros.
El libro de Villoro, que lleva apenas un año de publicado, me parece una profunda, completa y actualizada reflexión sobre la manera en que nos relacionamos el mundo digital de nuestros días y las implicaciones que tiene y podría tener, sobre todo en materia cultural. Sin caer en un excesivo pesimismo sobre el porvenir de la lectura y el libro, ni tampoco en una necesidad de congraciarse con lo actual, Villoro mantiene una mirada atenta y crítica que oscila entre las reservas sobre los nuevos usos y costumbres y el provecho que se puede obtener de ellos: sin entusiasmos optimistas ni catastrofismos alarmistas (lo cual me pareció excelente luego de haber leído The Game de Alessandro Baricco, quien sí pretende demostrar lo “beneficioso” según él, de la era digital y hasta compara a los magnates tecnológicos de hoy con los filósofos más importantes de los últimos siglos). Lo hace además con la mirada del escritor y humanista, del hombre de letras, lo cual le da un toque de –vamos a decirlo así– “calidez” al libro. Recomendadísimo.
La historia que se narra es la de Stanislav Petrov, un teniente coronel soviético. En 1983, la tensión y la paranoia sobre un posible ataque nuclear estaban en uno de sus picos más altos. En agosto de ese año, un avión de caza soviético derribó a un avión de Korean Air que por error había entrado en su espacio aéreo. 269 personas murieron, entre ellos un congresista estadounidense. Según el más alto mando militar ruso, era el pretexto perfecto para que Estados Unidos lanzara el ataque nuclear del que venía hablando Reagan desde hacía dos años. Semanas después, Stanislav Petrov fue enviado a la estación Oko, donde se encontraba el “sistema de alarma temprana nuclear”. Su función era esa: estar al pendiente de cualquier alarma que los sistemas emitieran para dar de inmediato noticia a sus superiores y así responder inmediatamente al eventual ataque nuclear de los Estados Unidos.
Al amanecer del 26 de septiembre, un satélite informó que un misil nuclear había sido lanzado desde Montana, Estados Unidos. Al poco tiempo, la alarma volvió a sonar, anunciando que otros cinco misiles habían sido disparados. El deber militar de Stanislav era informar inmediatamente para desencadenar la respuesta, pero en cambio antepuso una decisión personal a la orden militar. Al detectar algunas incongruencias entre las tres fuentes de información de que disponía (“la computadora que procesaba los datos del satélite, las imágenes que llegaban de la estratósfera y los radares”), pensó que ahí había una falla y decidió confiar en su intuición y declarar a eso una falsa alarma. De él dependió iniciar o evitar el desastre nuclear y así tomó una decisión basada más en su humanidad y en su formación como ingeniero que en su formación castrense. Decidió no dar aviso: si se equivocaba, su país ya no habría tenido tiempo de responder; si acertaba, evitaba una escalada de ataques nucleares que habría terminado con la vida de cientos de millones de personas y dejado secuelas incalculables.
Como ya sabemos, la decisión de Petrov fue acertada y evitó la catástrofe; salvó al mundo, puede afirmarse. Pero en cambio sufrió una sanción por desobedecer las órdenes de sus superiores. Fue despedido, su esposa murió al poco tiempo, cayó en el alcoholismo y la pobreza y “tuvo que cultivar papas para comer”. Su caso fue ocultado para no evidenciar una falla en los sistemas soviéticos; su país nunca le dio ningún crédito. Esta historia lleva en sí una lección sobre cómo el aspecto humano debe ser salvado para que así pueda salvarnos a nosotros mismos. Cuando le preguntaron sobre el porqué de su decisión, dijo que pensó en cucharadas de té: “nadie vacía una jarra de té a cucharadas”; se entiende la analogía. En nuestras manos también está, de alguna manera, esa decisión cada día: confiar en nuestro lado humano y nuestro humanismo siempre podrá salvarnos de un desastre. Como dijo el propio Stanislav Petrov en una entrevista: “somos más sabios que las computadoras”. Hasta la próxima.
Stanislav Petrov, en su juventud como oficial militar soviético (extraída de redes sociales).