KAREN SALAZAR MAR
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“Centro mi mirada en su ombligo y entiendo que todas las historias empiezan in media res, incluso los nacimientos”, declara contundente Eduardo S. Rocha en su nueva novela El huevo y el uróboros y yo le creo. Ésta es una novela con múltiples principios en la mitad de la historia, con múltiples historias que se repiten y, por tanto, no tienen un inicio ni un fin. Es un diálogo entre una multitud y un soliloquio, entre un/una personaje, un autor y un Dios, quienes son el reflejo de sí mismos y, al mismo tiempo integran la maquinaria de algo más grande, pero cuya existencia no podemos demostrar e incluso se nos invita a dudar de ella.
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La premisa del libro parecería sencilla en un primer momento: el acercamiento uno, el primer párrafo, que no es el primero en sentido exacto. Todo está dicho, las historias se repiten, el creador hizo el mundo y se retiró al descanso, pero antes le dio un destino al hombre promedio, al primero, al segundo, al tercero… de nombre Adán, todos ellos, aunque la nomenclatura cambie. El hombre “se contentó con ser sólo un coleccionista de nombres”.
A partir de este momento se desarrolla el personaje principal: la creación a partir de la escritura, del nombrar, describir, desentrañar. Rocha juega con el vaivén de las posibilidades que da el eterno retorno, las dudas que surgen como autor con las herramientas de la metaescritura que te deja sólo “un vacío de sentido”, igual que seleccionar un texto y borrarlo del mundo, que tampoco tiene sentido, igual que podría ser sentir un vientre vacío tras perder a un ser no-nato:
“Se suspende en un estado para el que no tiene nombre ni reacción. Sólo sabe que lleva consigo una nada, un vacío de sentido. Le faltan cicatrices, una prueba material para entender que ha perdido algo y con despecho sabe que no va romper en llanto”.
Rocha baila con las posibilidades perdidas, este libro es una amalgama de pérdida de sentido, de enfrentarnos al abismo que se abre frente a nosotros, nos golpea en el rostro la posibilidad de perder algunos lapsos de nuestra vida para intentar cierta inmortalidad incómoda a través de la escritura, pero una vez que se avanza, suenan detrás ecos intrusivos de un sinfín de paraqués que no obtienen respuesta, excepto tal vez un par de titubeos: una “alquimia temporal” que no sabremos si fue suficiente para la existencia.
Como autor, dialoga Rocha con sus interlocutores y, a través de esta metaescritura, nos suelta a gajitos el proceso creativo de la hechura del argumento y los personajes, de las premisas, aunque en apariencia resulten vagas, que están incompletas, que se tachan y se vuelve al comienzo, las dudas de las situaciones.
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La escritura de Rocha en El Huevo y el uróboros nos convierte en el huevo aglutinado por una serpiente y en la serpiente que se muerde la cola al mismo tiempo. Nos convierte en voyeuristas que observan al observador-fantasma traspasar de una habitación a otra, de una circunstancia a otra, de una imagen a la escritura, de la escritura al reniego divino, de la expiación al fuego y del fuego a la culpa y a la liberación, no hay un certeza, salvo la duda, y el comienzo nunca es el comienzo porque, como y se dijo, y como se repite y se repite y se repite, todo empieza a la mitad de algo.
No hay certezas, sino un poco de azar y un cuerpo que alza los hombros en señal de pasó así, con la desesperanza de que este cuerpo podría ser otro, ese beso podría ser la lengua de alguien más, este vientre podría estar lleno de vida o de la ausencia de ella, podría ser madre o no, podría ser madre porque simplemente pasó, porque la mayoría de las veces no nos lavamos con el mismo río, no porque haya pasado el cauce, sino porque ni siquiera nos hemos movido de la ribera.
Ésta es una historia que se va complejizando, no como algo difícil, sino lleno de hilos. Es una novela paradójica, llena de dicotomías: estamos adentro y afuera de ella, somos personajes y creadores, desmitificamos la historia, pero seguimos la repetición férrea de circunstancias con otros nombres. Adán, Don Juan, Eva, Dios, Creador, Ken, Barbie, Madre, Profesor, Mujer, Cuerpo, Fantasma, Espejo, Humo, Lenguas, Aliento etílico se convierten más que nunca en arquetipos arqueados teniendo sexo detrás de las cortinas, siempre antes, siempre después, siempre en el ahora.
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Hay otras paradojas a lo largo de las páginas: por ejemplo, a pesar de ser una novela aparentemente corta está llena de historias y es compleja. A pesar de tener una gran carga filosófica, no resulta pesada ni aburrida, a pesar de ser densa, es ligera a la vista. Sé que esto suena complejo: en apenas poco más de cien páginas, Eduardo habla de todo y nada, de la creación y de la resolución de liberarse, de ver y sentirse desvisto en la cotidianidad, de ser visto en la desnudez y sólo a veces por nuestros propios dedos. Es una historia de esterilidad corpórea y artística, pero que a la vez llena cada una de las palabras que pueden recorrer nuestros ojos en esta novela. Hay farsa y hay emoción, sensualidad e indiferencia, poder y nulidad.
Por supuesto que no se pueden dejar pasar los guiños que hay de Tolstoi, Poe, Milton, Orwell, Vicens, Kundera, Nietzche y hasta el cinismo de Dios, pero ya será tarea de cada quién buscarlos, o no, identificarse o no, ser voyeurista, fantasma, “otro Adán, otro Dios, otro autor” porque, como dice Rocha, “alguien nos escribe en arena, el paso del tiempo nos borra y entonces vuelven a escribirnos”.
*Texto de presentación del libro El huevo y el uróboros de Eduardo S. Rocha, leído por la autora en El Socavón del Arte Centro Cultural el 1 de junio.