Sara Andrade
Cuando pensamos en autonomía, primero pensamos en autonomía de decisiones. Puedo decidir qué hacer de mi vida sin que nadie me ordene lo contrario. O, por lo menos, es lo que yo pienso. Que la autonomía que poseo es la que posee mi mente. Después, cuando he dejado en claro que puedo pensar lo que yo quiera, pienso que sin la autonomía de mi cuerpo, la libertad de pensamiento no sirve de mucho.
Mi peor miedo es el de perder la autonomía de mi cuerpo.
Cuando tenía 13 años, y como todos los adolescentes de mi generación, veía programas como Scarred o 1000 maneras de morir, en los que veía a decenas de personas el perder piernas, brazos y la vida de las maneras más brutales. Sentada en el sillón de mi casa, sentía que todo el cuerpo era atacado por martillos invisibles. Me daba miedo ponerme de pie y sentir que el pie se me fracturaba sólo de estar de pie. Me aterraba el bajar las escaleras de la casa y perder el equilibrio y romperme el cuello en un resbalón.
No me di cuenta, sino hasta muchos años después, que el miedo que me invadía no era el de la muerte o el del dolor, sino que me aterraba el sentir que no podía controlar ni mi cabeza ni mi corazón, que latía furioso en espantosa empatía por el desgraciado en mi pantalla.
Lo que me aterraba (lo que me sigue aterrando) es saber que algo fuera de mi control tenga control de mis piernas y mis brazos. O al contrario: que ese trastabilleo en las escaleras no se traduzca en muerte inmediata, sino en cuadriplejía y pasar el resto de mi vida dentro de mi cuerpo inmóvil, en estado vegetal.
Supongo que por eso me aterra de igual manera el Alzheimer y la demencia.
En Internet, desde hace años, hay todo un culto al género musical de la hauntología (termino que acuñó Derrida como un juego de palabras entre “hanté”, embrujado, y ontología; las ideologías del pasado que persiguen el presente) en el que se examina la fragilidad de la mente humana a través de samples de música de antes y después de la guerra, música ambiental y sonidos de ultratumba, para crear una estética liminal, del presente atrapado en el pasado.
La música de artistas como William Basinski, con The Disintegration Loops, o The Caretaker, con Everywhere at the End of Time, exploran este extraño sentimiento: el de la pelea de nuestros cuerpos contra el inexorable paso del tiempo, el de saber que, por mucho que deseemos lo contrario, estamos destinados al olvido, a la ruina y a la desaparición.
Pienso que mi miedo a la falta de autonomía es, quizá, un miedo a lo inevitable. Porque puedo desearlo mucho, muy fuerte, y no lograr nada en absoluto. Mi mente está atada a las limitaciones de mi cuerpo y viceversa. Si soy un cuerpo que decae, entonces, soy decaimiento también. Un cerebro que olvida a pesar de mis esfuerzos.