
FROYLÁN ALFARO
Jean-Paul Sartre, en su obra teatral A puerta cerrada (1944), dejó una frase provocadora: “El infierno son los otros”. Desde entonces, esta expresión ha sido interpretada de muchas formas, a veces muy simplista, como si el filósofo existencialista estuviera afirmando que los demás son la causa de nuestro sufrimiento. Sin embargo, la idea es mucho más profunda y, sobre todo, más relevante en nuestra vida cotidiana de lo que podría parecer a simple vista.
Para Sartre, el problema fundamental es que vivimos en un mundo donde no estamos solos: estamos rodeados de otras personas que nos observan, nos juzgan y nos encasillan. Su mirada nos transforma en un objeto dentro de su universo mental, al igual que nosotros hacemos lo mismo con ellos.
Imaginemos, querido lector, que estamos en un restaurante y, sin querer, derramamos un vaso de agua sobre la mesa. En soledad, el incidente sería una simple molestia; pero si hay otras personas observándonos, de inmediato sentimos vergüenza. Nos imaginamos sus pensamientos: “¡Qué torpe!”, “Seguro es una persona descuidada”. La existencia del otro nos coloca en una posición de vulnerabilidad, porque nos vemos a través de su juicio, perdiendo el control de nuestra propia identidad.
Este fenómeno se repite en redes sociales, donde el número de “me gusta” o comentarios pueden definir cómo nos percibimos a nosotros mismos. Publicamos una foto y, si recibe pocas interacciones, nos cuestionamos: “¡Tal vez no me veo tan bien!”. Nos convertimos en esclavos de la mirada ajena, buscando validación para sostener nuestra autoestima. En este sentido, el infierno no es el otro en sí mismo, sino nuestra dependencia de su opinión.
La dificultad de la convivencia no se reduce sólo a la mirada ajena, pues las relaciones humanas están cargadas de conflicto, porque cada persona es un universo con deseos, metas y prioridades que pueden chocar con las nuestras.
Por ejemplo, compartir un departamento. Al principio, la idea parece interesante: dividir gastos, disfrutar de buena compañía y tener alguien con quien conversar. Sin embargo, pronto surgen desacuerdos: uno deja los platos sucios, otro pone la música demasiado alta, etc. Cada individuo tiene su propia visión de lo que es normal, y cuando esas visiones colisionan, aparecen los roces.
En la vida laboral ocurre algo similar. Un jefe exigente, un compañero que toma crédito por nuestro trabajo, o un cliente que nunca está satisfecho pueden convertir nuestro día en una pesadilla. Nos enfrentamos a personas con valores y expectativas distintas, y esto genera tensión. Como dijo el filósofo Josep Ramoneda: “la libertad del otro es un obstáculo para la mía”, porque vivir en sociedad significa renunciar a parte de nuestra autonomía en favor de reglas comunes.
Sin embargo, debemos de ser cuidadosos con las afirmaciones de los filósofos, pues esta perspectiva no es una invitación a la misantropía ni a odiar a los demás. Al contrario, la frase es una advertencia para que tomemos conciencia de cómo funcionamos en sociedad. Si bien, es cierto que la mirada ajena nos encierra en una versión de nosotros mismos que no controlamos, también es cierto que nosotros hacemos lo mismo con los demás.
Volvamos al restaurante: cuando vemos a alguien derramar su bebida, ¿cómo reaccionamos? A veces nos reímos, otras fingimos no haber visto nada, pero pocas veces pensamos en cómo se siente la persona en ese momento. De la misma manera que sentimos la opresión de la mirada ajena, nosotros también podemos ser esa mirada que juzga y etiqueta.
Esto es más evidente en las redes sociales y el mundo digital. La cultura de la cancelación ha convertido la opinión pública en un tribunal constante, donde una palabra mal elegida puede costarle a alguien su reputación. En este contexto, nosotros también podemos convertirnos en el “infierno” para otros.
Entonces, si “el infierno son los otros”, ¿hay alguna salida? Una posible solución está en la conciencia y en la empatía. Primero, debemos aceptar que nunca podremos controlar la mirada de los demás, pero tampoco necesitamos vivir esclavizados por ella. Ser fiel a uno mismo, más allá de la aprobación externa, es una forma de liberación.
Al mismo tiempo, debemos ser conscientes de nuestro papel en la vida de los otros. Si comprendemos que nuestras palabras y juicios pueden afectar a alguien de la misma manera que los suyos nos afectan a nosotros, podríamos practicar una convivencia más compasiva. No se trata de evitar todo desacuerdo, sino de reconocer que el conflicto es parte de la vida social y que podemos enfrentarlo con respeto y apertura.
Querido lector, permítame finalizar esta entrada enfatizando que la sociedad es un juego de espejos, donde la mirada del otro puede atraparnos o enriquecernos. El infierno puede ser real, pero también podemos transformarlo en algo más llevadero si aprendemos a convivir sin perdernos a nosotros mismos.