J. LUIS CARVAJAL
Según mi novia (que colecciona ese tipo de datos), Javier Acosta es el poeta más laureado de Zacatecas, además de ser el mentor con más alumnos laureados. Al margen de su notable carrera académica (se tituló en la Universidad Complutense de Madrid con una tesis doctoral sobre el eterno retorno en Schopenhauer, Nietzsche y Borges), ha publicado más de una decena de libros, entre los que destacan Allen, tómate una tableta de eucalipto (Praxis 1994), El libro del abandono (Ediciones Era 2010) y Viejos comiendo sopa (Universidad Autónoma de Sinaloa 2021). Por sus propios méritos, Acosta se ha convertido en referencia ineludible para hablar de la nueva poesía zacatecana y, en mi caso, de poesía postlopezvelardeana: la poesía que confirma y rompe la tradición inaugurada en la provincia mexicana por Ramón López Velarde —y por José Juan Tablada, de rebote.
Al publicar su cuarto libro, Largo viaje al presente (Mantis Editores 2007), Javier Acosta había consolidado su voz, un estilo muy personal, fraguado con paciencia a partir de sus experimentos iniciales. Al contrario de poetas como José de Jesús Sampedro (con sus transgresiones y experimentos sintácticos), Acosta respeta las normas del lenguaje para hacer visibles sus paradojas intrínsecas, tras las cuales se agazapan las de nuestro pensamiento y las del Mundo. A la manera de poetas como Roberto Juarroz (pero con una influencia más notoria de la filosofía oriental) Javier Acosta trabaja con prolijidad la forma poética hasta conseguir que sus versos se llenen de vacío, de silencio, de asombro. Si el filósofo chino Chuan-Tzu soñó que era una mariposa y al despertar no sabía si él había sido soñado, el poeta Javier Acosta sueña un libro donde el lector pueda leer, “fragmentos de un poema / que hablaba de Chuang-Tzu / por boca de Chuang-Tzu”. El sueño de un sueño, contenido en un libro que sueña.
Largo viaje al presente puede definirse como un libro sapiencial pero lúdico: un libro que condensa graves reflexiones sobre la existencia, mediante una forma leve y aleve, con desenlaces que descarrilan nuestro entendimiento al tiempo que nos hacen sonreír. Así, cuando Acosta escribe que el gran Li Po “hacía barquitos de papel / con sus poemas / y en un arroyo los dejaba perderse / Yo era el agua del arroyo”, parece insinuar que la poesía (como barco de papel) no tendría sentido si el arroyo (el lector) no la animara. Pero también, que es el lector (ese plácido o proceloso arroyo) el culpable de que la poesía naufrague. De ese modo, los conceptos revelan su alma de oxímoron. Si en Occidente vemos la “iluminación” como el don de revelar los enigmas del Mundo, Acosta suplica “No estropees / mi despego / Señor / no me depares la gracia de la iluminación”, con lo cual el poema ilumina el carácter siniestro de toda iluminación. La poética como refutación de la mística. O como una demostración “de que nada es posible”.
Mención aparte merece el poema que cierra el libro y parafrasea su título: “[Largo viaje al ahora]” comienza como una letanía de imágenes, desde las muy cotidianas (“tus basureros / tus tiendas de empeño”) hasta las muy abstractas (“el día indiferente de mi muerte / mi servidumbre sin par a los fantasmas”) como sinécdoque del Ahora. Un Ahora que por ser absoluto es una cualidad de lo imperfecto, de la misma manera que el Todo forma parte de todo lo Incompleto. Al plegarse y desplegarse sobre sí, el lenguaje anhela abrazar al mundo, pero también abrasarlo. Supongo, por tanto, que es la Palabra (por boca del poeta) quien proclama al final del libro: “Hoy soy por fin / la gran puta / del mundo”. Porque es la Palabra, sin duda, capaz de amar al Mundo, al tiempo que lo desdeña, lo arrasa, lo despoja.