
FROYLÁN ALFARO
Una mosca revolotea en la habitación. No la miramos, pero sabemos que está ahí. Su zumbido dibuja en nuestra mente una presencia indiscutible. Y es que no vemos la realidad tal cual es, sino a través de imágenes, conceptos y estructuras que la filtran, la organizan y la hacen inteligible. A esto le llamamos representaciones mentales.
¿Cómo accedemos al mundo? Los filósofos han sugerido distintas respuestas al respecto. Platón, por ejemplo, hablaba de sombras en la caverna, simples reflejos de la auténtica realidad. Descartes, por otro lado, nos invitaba a desconfiar de los sentidos, y Kant nos mostró que la experiencia está moldeada por estructuras a priori de la mente. Pero la pregunta sigue: ¿cómo nos representamos lo que nos rodea?
En este sentido, Susan Carey, filósofa y psicóloga cognitiva contemporánea, ha investigado cómo las representaciones mentales se desarrollan en los niños. Según ella, no nacemos con una visión completa del mundo, sino que vamos elaborando nuestras categorías de manera progresiva. Por ejemplo, un niño pequeño puede pensar que todos los seres con cuatro patas son “perros”, hasta que va diferenciando gatos, caballos o vacas. Su mente no capta el mundo de golpe, sino que construye mapas mentales en los que reestructura y refina lo que percibe.
Este proceso de categorización nos acompaña toda la vida, siguiendo a Carey, esto es así porque nuestra mente no sólo registra datos visuales, sino que abstrae funciones y propiedades, generando representaciones mentales que nos permiten reconocer patrones más allá de la apariencia inmediata.
Podría parecer que nuestras representaciones mentales son sólo imágenes internas, como si lleváramos un álbum fotográfico en la cabeza. Pero en realidad, nuestras representaciones también son conceptuales y simbólicas. Ludwig Wittgenstein, en su segunda etapa filosófica, también señaló que el lenguaje no es sólo una etiqueta que ponemos a las cosas, sino una forma de vida. No es que simplemente nombremos el mundo: lo estructuramos mediante palabras que definen lo que consideramos real.
Imaginemos, querido lector, dos culturas: una que tiene cien palabras para describir distintos tipos de nieve y otra que sólo tiene una. ¿Ven la misma nieve? Sí y no. La percepción es la misma, pero la representación mental es distinta. La primera cultura discrimina mejor los matices, mientras que la segunda ve la nieve como una sola cosa indiferenciada. La mente, entonces, no es un espejo de la realidad, sino un constructor activo de significados.
Pero, si nuestras representaciones mentales modelan el mundo, también pueden deformarlo. Los prejuicios son un claro ejemplo. Pensemos en alguien que asume que todas las personas que visten de negro son pesimistas. Esta representación mental no se basa en hechos objetivos, sino en una asociación arbitraria. El problema es que nuestras mentes no siempre revisan estas representaciones y pueden seguir operando con estereotipos que nos limitan.
Los sesgos cognitivos también muestran el carácter falible de nuestras representaciones. Un fenómeno como la “ilusión de la verdad” ocurre cuando escuchamos una mentira muchas veces y acabamos creyéndola, simplemente porque nos resulta familiar. Así, la mente no sólo crea representaciones, sino que puede quedarse atrapada en ellas.
Entonces, si nuestras representaciones mentales filtran la realidad, ¿cómo podemos ampliarlas o corregirlas? Quizá expandiendo nuestra visión del mundo a otras áreas, pues no sólo la filosofía o la ciencia es el mundo. Por ejemplo, un cuadro cubista nos obliga a ver una cara desde múltiples ángulos simultáneamente; una novela nos pone en la piel de alguien radicalmente distinto a nosotros, un poema nos puede hacer sentir cosas, rememorar o entender una situación de manera distinta.
Así que, la próxima vez que oigamos el zumbido de una mosca y, sin verla, la imaginemos volando cerca, podríamos preguntarnos: ¿cómo sé que es una mosca? ¿Y si en realidad fuera otra cosa?