JULIÁN MITRE
Edar dejó a Víctor con la mano extendida, era el padre de Macrina, la mujer que había amado, pero también el causante de su muerte.
–No preguntaré cómo te sientes. Puedo imaginar lo difíciles que han sido estos días –dijo Víctor mientras servía whisky en dos vasos. Le ofreció uno a Edar y lo invitó a sentarse en uno de los sillones del estudio. El lugar estaba sumido en penumbra; gruesas cortinas bloqueaban la luz exterior, y solo una pequeña lámpara, situada sobre el escritorio al fondo de la habitación, proyectaba una tenue y amarillenta luz. –Agradezco que hayas venido.
Edar dio un trago largo, suspiró y habló.
–Solo estoy aquí porque ha insistido, usando el nombre de Macrina. Diga lo que desea y terminemos esto.
Víctor sonrió y mirando a Edar a los ojos dijo:
–Ten paciencia. Escúchame hasta al final. Muestras algo de temple Tu vida cambiará, lo juro.
–Mi vida cambió cuando usted asesinó a Macrina –respondió Edar, apretando los puños.
Víctor tomó la botella de whisky y se sentó frente a Edar.
–Solo soy culpable de haberla amado. La amo de forma que muchos llaman anormal, enfermiza si gustas… pero no es algo que yo escogiera, simplemente es así. Y antes de que aparecieras, ella sentía lo mismo por mí.
Edar negó con la cabeza, una vena se marcó en su frente. Víctor continuó:
–Tontamente creí que jamás desearía a otro hombre.
–En verdad está enfermo. Me ha exigido paciencia, pero solo quiere restregarme aberraciones.
–La gente de mente obtusa considerará lo que contaré una aberración. Pero insisto, debes escucharme si en verdad amabas a mi hija al menos una décima parte de lo que yo lo hice.
–¡Basta! –gritó Edar, listo para caminar hacia la puerta del estudio.
–Siéntate –ordenó Víctor, sacando del bolso interior de su saco un revólver.
Edar maldijo en voz baja. Se mantuvo de pie.
–No quiero lastimarte pero lo haré si no te sientas ¡ahora mismo! –ordenó, elevando moviendo el arma levemente. Edar obedeció. Señaló la botella de whisky. Víctor se la pasó y continuó. –Cuando Macrina me dijo que se marcharía contigo, el miedo me invadió. La encerré y le dije que preferiría que muriera antes que verla con un remedo de hombre como tú.
Edar intentó levantarse, pero Víctor volvió a apuntarle con el revólver.
–Yo no la maté. Se rompió el cuello intentando escapar por la ventana de su habitación. Su muerte me destrozó. En el entierro estaba fuera de mí. El cura, mi chofer y los sepultureros tuvieron que sujetarme para impedir que me lanzara a la tumba junto al ataúd de mi adorada Macrina. Tras un breve forcejeo, uno de ellos me golpeó en la frente con una pala, más por el deseo de lastimarme que por detenerme, estoy seguro. Cuando desperté, tenía un vendaje en la cabeza, una receta médica en la cómoda y unas pastillas. Los sirvientes y el médico habían abandonado la casa. Me ahorraron la molestia de echarlos. Vine aquí a beber y a llorar mi pérdida. Luego tomé este revólver, decidido a acabar lo que me habían impedido. Subí al auto, conduje al panteón, salté una barda y busqué la tumba de mi amada.
Víctor guardó silencio unos segundos observando con atención al joven, que respiraba agitado, se removía en su asiento y no despegaba la vista del cañón del arma.
–Cavé un buen rato. Luego abrí el ataúd. Me recosté sobre el cuerpo de Macrina y justo cuando estaba por jalar el gatillo, su mano rozó mi pierna. Un espasmo natural. Mi borrachera. Mi tristeza. Fueron los primeros pensamientos. Pero un instante después la vi mover los labios. Presté atención y al tiempo que su mano me rozaba de nuevo, la escuché murmurar. Sigo aquí, me dijo.
El rostro de Edar palideció. Su cuerpo resbaló en el sillón. Cerró los ojos y maldijo nuevamente.
–La traje a casa –continuó Víctor–. La limpié. Le puse su camisón preferido y la recosté en la cama. Estuve horas junto a ella. Rogándole que se moviera de nuevo, que hablara una vez más. No lo hizo. Dudé entonces de mi cordura, de lo que había visto antes… pero no de su belleza, ni de mi amor por ella. Y cuando la acaricié… cuando toqué su rostro, sus pechos, su vientre, cuando la besé … ella reaccionó. Mi amor le devolvía la vida.
–¡Hijo de puta! –gritó Edar arrojando el whisky al rostro de Víctor, abalanzándose después sobre él, intentando arrebatarle la pistola. Forcejearon. Y cayeron al piso. Lucharon hasta que Víctor golpeó la nariz de Edar con la empuñadura del arma. La sangre manó a chorros. Víctor se incorporó.
–Levántate muy despacio. Vamos a verla.
Mientras subían las escaleras que llevaban a la planta alta, Víctor presionaba el cañón del revolver contra la espalda de Edar.
–Mi amor la devolvió a la vida y la mantiene aquí. Pero he comprendido que te necesita para recuperar todo su esplendor. Si bien juré que prefería verla muerta antes que con un imbécil como tú, no es verdad. La amo tanto que estoy dispuesto a dejarla estar contigo.
Continuaron avanzando en silencio hasta que estuvieron frente a la habitación de Macrina.
–Abre la puerta –ordenó Víctor cuando llegaron a la habitación.
El hedor a putrefacción le dio nauseas a Edar.
–Enciende la luz.
Al iluminarse la habitación. Edar se desvaneció pero Víctor lo sostuvo evitando que cayera al suelo.
–¡Acércate a ella! –gritó Víctor, al tiempo que lo empujaba.
Edar trastabilló y finalmente cayó de rodillas junto la cama donde el cuerpo negro, hinchado y engusanado de Macrina yacía inmóvil.
–Debes amarla para que regrese. Mis caricias ya no bastan.
Edar tembloroso intentó alejarse, pero la mano de Macrina se deslizó rozándole el brazo. Al sentir la piel fría y viscosa, se estremeció y tuvo arcadas pero entonces notó que los ojos de Macrina estaban abiertos y después escuchó un breve murmullo.
–Sigue aquí –susurró Edar mientras el terror le helaba la sangre.
©Chokani, Kenton A. Carrillo (plumones sobre papel).