JOSÉ JUAN ESPINOSA ZÚÑIGA
imagen: Mefistófeles voladores, Eugene Delacroix (1828)
Resulta ocioso hablar del pacto diabólico sin mencionar al arte, pues son las expresiones artísticas, precisamente, quienes nos han dotado de la mayoría de las referencias respecto a dicha figura. El pacto que habría realizado el Doctor Fausto para obtener la ayuda del demonio Mefistófeles ha capturado la atención del lector al grado de identificarse como el origen de la leyenda. Pese a la belleza estética de la obra de Goethe (y la propia de Marlowe), a las que han de sumarse otras representaciones de la leyenda fáustica en la literatura, la música y el teatro (por ejemplo, en El Mágico prodigioso de Calderón de la Barca, en el Fausto de Liszt, o las propias composiciones musicales de Wagner y Gounod), lo cierto es que el pacto diabólico hunde sus raíces en fuentes mucho más antiguas a las citadas obras del Renacimiento y el Romanticismo.
Quien intente documentar los pactos con el diablo, por lo menos con el Lucifer judeo-cristiano y sus legiones de demonios, primeramente tiene que atender los pasajes bíblicos que dan cuenta de distintos episodios en los que el diablo hizo tratos con hombres e incluso con Dios. En sus obras teologales, los Padres de la Iglesia recurrían a dichos pasajes bíblicos y discutían sobre las astucias del Diablo para hacer caer a hombres y mujeres. Justino Mártir (100-162 d. C) señalaba que, tras su fracaso al intentar tentar a Jesús, el diablo se concentró en tentar a la humanidad, terreno en donde vio fragilidad y un enorme apego a los placeres terrenales. Un poco más tarde, el griego Orígenes (185-254 d. C) y luego San Agustín de Hipona (328-389 d. C) coincidían en que expresiones como la magia eran fruto de pactos diabólicos, independientemente de los fines que perseguían los usuarios.
La asociación entre el pensamiento mágico y el diablo tiene, literalmente, cola que le pisen. En la temprana mentalidad medieval al diablo lo acompañó una horda de seres fantásticos propios de los cultos arraigados entre las poblaciones precristianas, como lo eran los duendes, los genios y los hombres lobo. Es más, los pueblos germanos, celtas, eslavos y mediterráneos terminaron por folklorizar al diablo judeo-cristiano, atribuyéndole rasgos de su propio panteón sobrenatural. En este sentido el diablo adquirió el color verdoso de Set y los cuernos cabríos de los dioses Pan y Thor (Robert Muchembled, Historia del diablo. Siglos XII-XX, 2019, pp. 25-27). Pese a los esfuerzos revitalizados de la Iglesia por extirpar los cultos paganos y, la magia en lo particular, la reticencia a estos continuó presentándose durante prácticamente toda la Edad Media.
El diablo y su poder mágico atraían a toda clase de gentes que necesitaban de una influencia sobrenatural en su vida y sus problemas. Tanto para san Agustín como para santo Tomas de Aquino, el diablo seducía ante todo al hombre pecador con falsos milagros. En palabras de Julio Caro Baroja, el mago representa lo contario del santo (Julio Caro Baroja, Vidas mágicas e Inquisición, 1992, p. 46). Por lo anterior, resulta poco menos que sorprendente que los primeros relatos de pactos con el diablo pertenecen a clérigos. Se cuentan por decenas las historias de monjes y demás religiosos que fueron tentados por el diablo. Los episodios que supuestamente vivieron Cipriano de Antioquia y Teófilo de Adana resultan ejemplares.
Cuenta la tradición hagiográfica occidental que Cipriano (quien hasta el siglo XX era un santo para el Vaticano) fue un mago que vivió en el siglo III allá por Antioquia, en la primitiva Iglesia del Imperio Oriental. Cipriano habría sido solicitado por un joven para que le ayudase a través de su magia a rendir la voluntad de una joven llamada Justina. Cuando el instruido mago intentó pactar con el diablo para lograr su encomienda, este último le confesó que nada podía hacerse debido a la fiel cristiandad de la pretendida. Ante tal desazón, Cipriano dejó las artes mágicas y se convirtió al cristianismo, dedicándose a predicar los evangelios. Supuestamente el emperador Diocleciano le torturó y le dio muerte (junto a Justina). La leyenda se esparció rápidamente, componiéndosele homilías y poemas en los siglos IV y V. Para el siglo VII la historia de San Cipriano ya era conocida por toda Inglaterra. En el ocaso del Siglo de Oro, Calderón de la Barca escribió su célebre comedia de santos El mágico prodigioso basándose en la vida de Cipriano y Justina.
La historia de Teófilo no tiene como pretensión una mujer. Detrás está otro deseo tan poderoso como la misma atracción que puede influir el sexo opuesto. En este caso se trata de un religioso en Cilicia, perteneciente a la Iglesia Oriental, que luego de perder su empleo y caer en la pobreza, decide firmar un pacto con el diablo para recuperar lo perdido. Luego se habría de arrepentir y por medio de la intersección de la Virgen recuperaría su alma y el perdón de Dios. El texto más antiguo sobre el pacto de Teófilo data del siglo VII, aunque el manuscrito que parece tuvo más impacto sobre Europa fue realizado en el siglo VIII por un napolitano llamado Paulo. La historia de Teófilo se esparció de una forma virulenta. Numerosas copias manuscritas circularon durante toda la Edad Media, aparte de que las iglesias y catedrales europeas se encargaron de inmortalizar el encuentro entre el diablo y Teófilo en sus vitrales, fachadas y retablos, especialmente en terrenos franceses.
Como ha advertido Cristina Azuela las historias de Cipriano y de Teófilo deben considerarse como narraciones que han estado sujetas a la difusión oral, por lo mismo aparecen muchas variaciones en cada una de ellas, aparte de las propias que pudieron imprimir los copistas (Cristina Azuela, Teófilo y el diablo. Variaciones medievales, 2019, p. 11). Parece más que pertinente tomarle la palabra a Julio Caro Baroja, quien señala la necesidad de estudiar los casos de personas del “mundo real” que decidieron hacer vasallaje al príncipe de las tinieblas, poniendo sobre la mesa los elementos de los pactos y haciéndonos cuestionar las viejas tentaciones que, acaso, nos permitirá observar las nuevas (Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo, 1966, p. 103). ¿Qué motiva a una persona del año 2024 a pactar con el diablo? La respuesta nos podría sorprender.
Por lo que respecta al desarrollo histórico alrededor del pacto diabólico, alrededor del siglo XIII, bajo el cobijo de la escolástica y el desarrollo trepidante de la demonología, se situó a la mujer como la principal protagonista de los pactos diabólicos, lo cual, como sabemos, terminó con la nefasta cacería de brujas que asoló sobre todo a Europa del este. A causa de la misoginia latente en dichos escritos, casi nunca se hizo alusión a la flaqueza que llevó a sacerdotes al vasallaje con el diablo. También es de llamar la atención que en algunos relatos de Teófilo de Adana aparece un judío como mediador entre el diablo y el religioso, lo cual daba muestras claras de antisemitismo. Pese a estos ejemplos, los relatos de pactos con el diablo que siguieron apareciendo después del periodo medieval tenían tanto a hombres como mujeres como protagonistas.