José Méndez
Sus pasos son firmes, grandes zancadas, como emulando el miedo. Los zapatos se afianzan al pavimento, se enraízan. Lejos de dejar huella exhibe sudor, temores involuntarios, nervios de punta quijada trabada. Su corazón no hace ruido, se contrae. Dobla la esquina. Atrás se pierde el barullo que no es música, la altanería los gritos que son alcohol. Busca un lugar seguro, la vista falla, la calle solitaria se parece cada vez más a la muerte, una máscara que hasta hoy ha burlado. Juan Ramón le había advertido, “si no coges conmigo te voy a chingar”. Sus palabras fueron vidrios crepitando en el hocico de un animal. Le da alcance, la sujeta del brazo, la aproxima a su cuerpo, su pecho resuena una estridencia desconocida, un acorde familiar, el llanto. Ojos cerrados. La primera estocada es certera, aunque chata, la punta toca hueso, costilla media cimbra pulmón. Gira en su eje, riñón derecho, entra limpio, siente helado escupe sangre. Rodilla al suelo, una dos tres veces en la espalda, la última rompe omóplato. No gritos, no pasos ajenos, exhala profundo.
El cielo cierra pestañas, el silencio es un hilo de sangre que no termina por coagular.