
J. LUIS CARVAJAL
Tras una noche de insomnio, es casi de madrugada cuando termino de leer Jueves (Trilce ediciones, 2020): el último poemario de Julio Trujillo (Ciudad de México 1969-Cornwall 2025). Inquieto por el morbo que suscitó la desaparición de su autor en Inglaterra, y el posterior descubrimiento de su cuerpo en una población costera, recuerdo que lo vi una vez en persona, durante una Feria del Libro en el Palacio de Minería, cuando me firmó un ejemplar (que ya no conservo) de su libro Sobrenoche. Pocas noticias tuve de él hasta ahora que se volvió una especie de celebridad, mórbida e instantánea. Como suele pasar, su desenlace provocó un alud de textos que encarecen su talento junto con otros que desvalorizan su figura. Releídos a la luz de la noticia, es tentador advertir en sus versos un tono augural: “hay / sería terrible obviarlo / un mar / que siempre recomienza y al que ves / con rítmica fruición / de pez / sumérgete en sus aguas / nada / sencillamente nada”.
Por supuesto, Jueves es mucho más que una carta suicida. Se inscribe en una tradición de poemas de largo aliento donde el autor reflexiona sobre el tiempo y la vida, sobre la gravedad del mundo o la imposibilidad de conocer lo real. Pienso, por ejemplo, en El primer Fausto de Fernando Pessoa, Muerte sin fin de Gorostiza, o las Soledades de Góngora, cuya “infame turba” aparece citada en un verso de Trujillo. Es también un poema-confesión, donde el autor se declara insatisfecho incluso de su propia insatisfacción: “¿qué se sentía que un trago / te diera sed de un trago / que tu hambre se quitara con más hambre / que un beso te incitara a poseer a toda la mujer?”, se pregunta, sin esperanza de obtener una respuesta, resignado a permanecer en su inercia de poeta, dedicado tan sólo “a leer la luz / a deletrear su abecedario con el ojo / y a pronunciar esta es la hora / este el minuto justo para estar aquí / el día y sus inflexiones / ese sujeto verbo y predicado / el paso de las nubes / la pródiga sintaxis del azul”.
Sin embargo, es inevitable percibir que Trujillo, más que sobrevivir a su crisis, desea abandonarse al absoluto oceánico del mar. Esa sospecha se agrava cuando el poeta se compara con Empédocles en el momento de acercarse al volcán Etna y sentir la tentación del vacío: “la fuerza del imán / ese jalón del borde / esa llamada al abismo”. Una tentación muy romántica, que Hölderlin quiso convertir en obra teatral y que Nietzsche recreó (en Así hablaba Zaratustra) para revalorizar el suicidio como apoteosis de la vida, como renuncia al mundo de los mortales y como acceso a la atemporalidad de los inmortales. Basta releer las entrevistas que el poeta concedió al publicar Jueves, para advertir que el poema obedece a otra pulsión más venial y cotidiana: la de evadir las rutinas que lo ataban a la Ciudad de México, mudarse a Nayarit, encerrarse en un cuarto y escribir “una expresión de largo aliento, porque había mucho que decir, mucho que desahogar, casi que mucho que gritar”.
Más allá de la funesta aureola que acompañará de aquí en adelante a su autor, Jueves es un poema-libro, un poema-océano, un poema-testamento escrito con lenguaje afilado y cristalino, un auténtico documento de la crisis del Yo frente las ruinas crecientes de nuestro mundo posmoderno.