ADSO E. GUTIÉREZ ESPINOZA
Me gusta pensar que la muerte no es el final, sino el comienzo de un ritual silencioso, uno en el que cada año tengo la oportunidad de volver a casa. Mis recuerdos, los pocos que alcancé a recoger en este mundo, vuelven con cada noviembre como hojas flotantes, sueltas de un árbol que sigue creciendo sin mí. Desde aquí, sin embargo, lo veo todo.
Hay algo especial en cómo, cuando el día se convierte en noche, las luces de las velas se extienden hasta donde alcanza la vista, formando un camino que invita a regresar. A veces me pregunto si quienes ponen esas velas realmente piensan que las vemos, si alguna vez han creído que el resplandor rompe la distancia entre los dos mundos. Yo las veo, claro que sí. Las veo desde ese lugar donde el frío no existe y donde el tiempo transcurre como una canción lenta que, por algún extraño capricho, nunca termina. El aroma del cempasúchil, la flor de pétalos anaranjados, llega como un viento cálido que me guía a lo que solía ser mi hogar.
Me gusta recordar los momentos simples, la risa de mi familia, el olor de la comida que nunca más probé, el sonido de los pasos apurados por la casa. Me gusta pensar que ellos también me recuerdan así, con cariño y una sonrisa, sin lágrimas, sin tristeza. En cada altar hay algo mío: un juguete, una foto, un dulce, como si quisieran decirme que, aunque me fui, no he sido olvidado.
Y mientras miro hacia ese lugar donde alguna vez viví, siento una calidez extraña, algo familiar que se extiende más allá de los recuerdos. No es nostalgia, tampoco tristeza; es el eco de un amor profundo, uno que sobrevive al tiempo, a la distancia, y que, año tras año, vuelve a mí en cada pequeño detalle. Aunque mis pasos ya no suenan, aunque mi voz es apenas un susurro en el viento, sé que esa calidez se mantiene viva, como un abrazo sin fin que me hace sentir, una vez más, en casa. Una vez con ellos, aunque de vez en cuando puedan verme, o al menos escucharme.