
GUSTAVO J. RODRÍGUEZ ESTRADA
Nadie recuerda cuándo comenzó el rito. Pudiese haber aparecido hace pocos sexenios o quizá nació en la madrugada en que el volcán exhaló su primer fuego.
Lo cierto es que, al punto del alba, los imponentes hombres de oscuro y cauteloso traje grana ya trazaban sus movimientos con las yemas de los dedos, dejando huella en tablas diseñadas para ello. No jugaban por justicia ni por gloria, sino por su comodidad y desdén, asegurando sus privilegios a costa del mundo que se disolvía bajo sus dedos.
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En la esquina, una vendedora de fruta fermentada danzaba convencida de que todo estaba en orden. Su tierra cansada, estremecía de tanto orden mal entendido, pero ella siguió su jornada pensándose ajena a los desmorones a su paso.
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Sobre el tapete, los habitantes de aquel reino en miniatura cobraban vida en sus gestos:
Había quienes saltaban fervientes las barreras burlando con un relincho las reglas, quienes se deslizaban diagonal entre ellas escapando a la vigilante mirada, los que pasmaban su cuadrada silueta firmes como murallas y un decidido ejército de lentos caminantes dirigidos al norte que olía a desierto y a una corona prometida.
Nunca cambiaron de forma; sólo mudaron de manos. Víctimas y verdugos por igual.
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Los ciudadanos, un eco atrapado en un laberinto sin muros, caminando en círculos que se retorcían con cada boletín matutino que recordaba el peso de cada elección.
Blancos contra negros, vidrios claros contra polarizados, campesinos contra sombras sin escudo: facciones enfrentadas sin recordar ya, la razón de su rivalidad.
Algunas resaltadas, como la pieza que alzó el puño en Chiapas aguardando su turno, testigo de mil batallas calladas. Los más callados hallaban refugio bajo estatuas que nunca oirían sus plegarias; los más osados cruzaban principales plazas y desaparecían en callejones sin nombre.
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Una voz surgió de entre las ruinas de una casa derruida al sur:
«¿De qué sirve un tablero entero si entre sus poderosos dedos se derraman sus propios granos de arena?»
Pero los señores de la obsidiana alzaron las copas y, con indiferencia recia, movieron una ficha que hundió otra vivienda en el silencio. Hace mucho que aprendieron a no oír; para ellos, cada grito es sólo un eco necesario para validar su siguiente jugada.
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En el fondo, un reloj de sol resquebrajado, incrustado en la pared más antigua se oscureció de pronto. El tiempo se vació, dejando sólo el murmullo de las fichas que, como promesas mal cumplidas, aguardaban un nuevo jugador dispuesto a empezar el mismo juego; una partida sin principio ni fin que volverá a nacer con cada amanecer.