Sara Andrade
Uno de los recuerdos más viejos y bonitos que tengo es que cuando era muy chica, 5 o 6 años, mis papás me levantaron en medio de la noche para enseñarme un eclipse de luna. Mi papá todavía podía cargarme y salieron los dos, cada quien con una niña en brazos, para decirnos que volteáramos a ver al cielo. Al principio, no entendía qué estaba pasando. Estaba neblinoso, era muy de noche y el dedo de mi papá, señalando algo, no me ayudaba mucho. Hasta que unas nubes se movieron y pude ver el círculo rojo de la luna eclipsada. Pequeña, como yo, medio tímida, quizá. Sentí que estaba en la misma posición que yo, enseñando por primera vez sus colores a la tierra, así como yo por primera vez veía un fenómeno astronómico.
El ojo y la visión, siempre recreándose, sin importar que uno sea un satélite de millones de años y la otra, una niña con frío en los brazos de su padre.
Durante años, mi actividad favorita fue la de treparme al techo de mi casa, como un gato rebelde, para buscar de vuelta la emoción de experimentar el sublime cósmico, de volverme a sentir como un ofrecimiento al cielo. Me subía al techo y me acostaba para mirar el ojo enorme y profundo del cielo. El azul se volvía todo mi mundo y, por momentos, me parecía que la gravedad dejaba de tener efecto y que salía disparada hacia arriba.
El día de eclipse, mi hermana y yo tomamos un Uber. En las manos teníamos nuestros lentes certificados ISO 12312-2 y le preguntamos al chofer que si quería pararse a ver el eclipse. Al principio se negó, diciendo que se iba a quedar ciego, pero le recordamos que éstos eran lentes especiales y, en medio de la Primavera, detuvo el auto, salió del carro y volteó hacia arriba.
“Esto no es el sol”, nos dijo. “Esto es la luna”.
De camino a nuestro destino, el chofer comenzó a contarnos su vida, como si el color extraño del sol mordido le hubiera devanado la infancia hacia afuera: nos dijo que piscaba frijol, que le pagaban 2 pesos, que tenía 10 hermanos, que su papá murió joven, que su mamá los mando a Estados Unidos y que sólo él volvió para continuar el oficio paternal: chofer.
El hombre detrás del volante, de repente, se convirtió en un muchacho, un niño, emocionado de ver un eclipse por primera vez. Me acordé de la Cueva de las Manos, donde los arqueólogos encontraron que la mayoría de las manos pintadas pertenecían a niños de 13 años, incluso más jóvenes. Que algún padre, hace 10 mil años, levantó a su hijo en el aire, para que dejara su marca en la pared de barranco sin imaginarse que perduraría más que sus nombres.
Los aztecas creían que un eclipse era un tigre comiéndose el sol. Pero quizá es un padre cubriendo el rostro de su hijo, como para que no le queme la luz.