ÓSCAR ÉDGAR LÓPEZ
En el barrio tradicional en el que aconteció mi primera infancia había un dipsómano de todos conocido que pertenecía a una extensa familia en la que todos los varones se habían aficionado a la bebida, él era el hermano menor y aún pernoctaba en la que fuera la casa de su madre; le conocíamos como Chatanás, por su nariz corta y sus labios bembos. Un día el alegre bebedor le pidió a mi padre que le ayudara con algún asunto de la conexión eléctrica y él, que siempre ha sido servicial, acudió al domicilio conmigo como asistente. Apenas llegamos Chatanás le ofreció a papá una cerveza y a mí una paleta de las que tiñen la boca, nos condujo a su habitación y ahí al abrir la puerta de la recamara descubrí la colección más grande e impresionante de afiches, recortes y pegotes de revistas pornográficas, las cuatro paredes estaban forradas en su totalidad con esas imágenes haciendo de aquello el collage más grande e impresionante que jamás haya visto. Papá, admirado también, me dijo que mejor me fuera a casa de mi abuela, no quería que aquella marejada de erotismo insano acosara mi tierno sueño púber. A casi treinta años del episodio el recuerdo de la guarida de Chatanás se me revela como un tótem.
Un tótem es un objeto votivo, se trata de un tronco tallado y pintado que elaboran, sobre todo, las culturas originarias de las costas del noroeste del océano Pacífico. Los conforman figuras animales y zoomorfismos, cada generación va labrando un nivel o pestaña; éstos son objetos que también funcionan como “textos”, pues describen las particularidades, genealogía y virtudes de la determinada familia que los elabora. Son artefactos simbólicos que cumplen una función más cultural que mística, sin que ciertos pormenores de la sacralidad sean relegados en su totalidad.
El pueblo Wixárika elabora los wewiya o tapices de estambre pegados a una superficie con cera de Campeche, son representaciones de su particular cosmogonía, cercanos a los tótem por tratarse también de textos gráficos en los que se describen experiencias sagradas, se distinguen presencias animales y plantas con carga sacra; en ellos se aprecia al venado azul tan importante para esta cultura, así como el peyote, los alacranes, las serpientes y otros ejemplares de la flora y la fauna de las montañas que habita este grupo étnico.
La cultura se manifiesta a través de la producción de objetos, sólo hasta nuestra era lo material está siendo suprimido por lo “virtual”. Lo que llamamos arte, comenzó hace realmente poco, unos 500 años aproximadamente, cuando se empezó a elaborar objetos (pinturas, esculturas, edificios…) desposeídos de la sacralidad y de ese vínculo metafísico con lo otro inefable; sin título de chamán el artista es un facilitador de experiencias religiosas para descreídos. No es que todas las manifestaciones plásticas y la creación material de los imaginarios que anteceden a esa etapa en que en lugar de una virgen se pinte una silla, no sean “arte”, es que como concepto autónomo, desligado del ritual, la magia y la mística se inicia hasta el Renacimiento, hasta que el ser humano se plantea terrestre (mundano) y deja, un poco, de lado la trascendencia inmaterial.
Abel Lozano es un creador de objetos artísticos, (no sólo un artista) que produce textos sagrados porque mantiene cierta vinculación imaginaria y semántica con la antigua práctica de producir imágenes cargadas de significación alegórica. Sus dibujos, grabados y pinturas recuerdan a los wewiya y a los tótem, también en sus creaciones aparecen entes zoomorfos y ejemplares de la fauna: buitres, serpientes, perros, señores cabra, mujeres lagarto, niños gato, todos ellos se mueven en un universo bidimensional en donde priva el uso dancístico del espacio: la composición no está determinada por la geometría, sino que, como en la vida misma, las criaturas están ahí siempre en movimiento y el creador por la línea las invoca, las hace bailar, escuchamos su alboroto, su boruca de pajarracos en la copa de un árbol frondoso. Los colores que Lozano utiliza en sus piezas también son semejantes a los que iluminan los objetos sagrados, el amarillo de la luz solar, el azul cerúleo de la noche oscura, el rojo de la sangre fresca, los verdes de la hoja joven en la vereda.
Pensemos en Abel Lozano como un creador primitivista que ha elegido el lenguaje plástico de occidente, es un grabador y un dibujante que dispone las herramientas al servicio de lo incognoscible, adivinando o invocando, quizá, ese nivel etéreo de la existencia. Utiliza los soportes y las técnicas del arte académico, pero le insufla una verdad ancestral que proviene de ese terreno en el que un objeto es poseído por la voluntad de una deidad. Apreciar la obra de Lozano es un viaje psíquico a las regiones donde dormitan los dioses y un ave sagrada, el buitre rey, grazna la canción de los ancestros.
Abel Lozano
Mixtas sobre papel
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