PERLA YANET ROSALES MEDINA
Durante los más de cinco años que estudié el idioma ruso, Larissa, mi maestra, continuamente hacía referencia a los verbos transitivos y, si bien los podía identificar, nunca me pregunté qué significaba que un verbo fuera transitivo. Toda mi vida me vi inclinada más hacia los números que hacia las letras. No obstante, confieso que la madurez personal y, si me permiten los sabios y viejos decirlo, la madurez intelectual (convencida de que no existe un límite superior en ninguno de los casos), me ha llevado a buscar refugio y trinchera en la palabra. Digo esto para justificar que, en toda mi formación, nunca investigué qué eran los verbos transitivos. Es entonces que lo hago ahora; el verbo transitivo denota un estado o evento que requiere la existencia de dos participantes o argumentos. Luego de leer este significado, encuentro tan poética la definición que Ibon Lubiaur da al verbo amar en el texto “Hacia una teoría hermenéutica del amor: los poemas para un cuerpo de Luis Cernuda”, erigiéndolo como el verbo eternamente transitivo.
Aunque nos cueste aceptarlo, la verdad es que, en nuestra época, donde las personas se unen por amor, éste se vuelve un foco de atención en toda praxis humana, siendo objeto de composiciones musicales, de películas, de libros, incluso, de investigaciones científicas.
Desde el punto de vista científico, el amor se explica a través de procesos cerebrales; en las primeras etapas del enamoramiento, las partes más primitivas del cerebro están activas, generando una respuesta neuronal muy similar a la de una adicción. Neurotransmisores como la dopamina, la serotonina, la oxitocina y algunos otros nos mantienen en un estímulo que deja fuera la parte prefrontal del cerebro, la cual es la encargada de tomar buenas decisiones. Esta parte del cerebro, encargada de pensar con sobriedad, suele tener más peso luego de dos a cinco años de relación.
Cuando se trata del amor, existen al menos dos premisas. La primera sostiene que el amor es este estado de enamoramiento pasional y lleno de emociones a flor de piel, defendida de manera engañosa por Fréderic Beigbeder en “El amor dura tres años”. La otra interpretación popular sobre el amor nos dice que es aquello que surge cuando las respuestas primitivas del cerebro cesan, dando lugar a un estado de plenitud y certeza.
Hasta el momento, hemos hablado puramente del amor romántico (aclaro que no me refiero a la teoría del amor idealizado, sino más bien al de pareja). Sin embargo, amor es también el verbo con el que hacemos hincapié en los lazos que guardamos con nuestros amigos, con nuestra familia, con nuestros animales y con todos aquellos con quienes deseamos compartir la vida.
A pesar de que el amor de pareja y hacia otros seres es tan distinto y lo podemos llenar de significaciones, me he tomado el atrevimiento de describirlo de la siguiente forma:
Amar es libertad,
La libertad es calma,
Presencia,
Observar,
Ser auténtico, ser cuidadoso.
Amar es la aceptación del otro en lo espontáneo.
Estas palabras aquí plasmadas son producto de una experiencia de amor en la camaradería, se construyeron en una plática con Pancho, quien siempre ha estado presente, ha sido observador, auténtico, libre, cuidadoso y, sobre todo, un gran amigo. En el reflejo de estas vivencias, surge la percepción de que el amor, desde la complejidad científica que reside en nuestros cerebros hasta la poesía inherente en el verbo “amar”, nos zampa en un lago interpretativo.
En este lago, las aguas reflejan las múltiples facetas del amor: su profundidad insondable, las corrientes apasionadas y las orillas serenas.