Por Óscar Édgar López
El Aquelarre se creó en Europa en el siglo XV para transformar lo intangible en pura inmanencia. La demonología pretendió darle cuerpo al mal, comprobar la posesión diabólica a través de lo que seguramente no eran sino personas con una sexualidad desbocada. Satán con su miembro viril helado entraba en los cuerpos de núbiles lavanderas y prostitutas, al consumar su empresa les dejaba en el hombro derecho “la marca”: cinco puntos, ¿una estrella?
Algunas endemoniadas podían presentar varias marcas, entonces se solicitaban los servicios de un “pinchador”, uno de esos necios que buscaron vestir a la perfidia humana con ropas mundanas, con cuerpos de gentes, de brujos y de brujas, ataviado con una aguja de metal y con licencia para perforar la carne de aquellas mujeres y asegurar con el brote de la sangre si la magia satánica había tomado su cuerpo y su alma.
Otra prueba consistía en sumergir a la acusada, si se ahoga el diablo la mató para que no descubrieran su presencia, pero si al sumergirla resulta que se salva, no fue otro sino el maligno quién la rescató. En estas patrañas reside la posibilidad de Dios, su existencia, ahí la obsesión de los religiosos por la barbacoa mística.
La mujer poseída por el demonio podía levitar, bailar sin descanso durante horas, hacer “mal de ojo”, copular de forma compulsiva o masturbarse hasta el rozamiento, si el diablo se había adueñado de su alma lo consiguió por la afirmación de su carne, será el cuerpo, otra vez, la condena de la criatura humana y la bruja el chivo expiatorio por donde supurará la herida del pecado. Así nacieron los traumas del cuerpo, negocio primordial de la iglesia.
La bruja que Manuel Denna captura en esta magistral acuarela, con su fresca madrugada, la ciudad casi disuelta en la niebla, la desnudez nívea, pelirroja, aferrada a su escoba-falo en minuete orgásmico; baja por las nubes rosas, viene de la pesadilla, más que la bruja parece el alma de la posesa, y no se eleva, sino que cae, liberada del encantamiento la carne vuelve a ser la cosa humana.
El demonio no sólo gusta de vestir la piel de personas, ni colarse lúbrico por el sexo y los sentidos, también domeña animales, los hace cómplices de su sensual rebeldía, serán luego los que pasen el dictado del amo a la bruja.
El poemario Mea Culpa, de Andrea Garza “Perro Loco” (Stultifera Navis, 2023), es uno de estos dictados demoniacos, un yo perro poseído que aúlla en la noche, frente a su sombra, un perro sarnoso que lanza mordidas, ahí en donde vuela el resentimiento y el orgullo. Versos de gusto barroco que desembocan en un decir casi en prosodia, Perro Loco nos lleva por los paisajes de su angustia y de su odio, se quita el traje de persona, de mujer, muestra los colmillos, eriza los pelos del lomo, nos gruñe y nos salpica de baba infecta, nos ladra su poesía sincera, su bella poesía de criatura arrobada de maldad.1
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1Para la redacción de esta columna se consultó la obra de Robert Muchembled, Historia del diablo. Siglos XII-XX, Fondo de Cultura Económica, México, 2000.