Por Agustín Yen Hernández
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Eres aroma a miel y trigo tostado.
Conejo de las lunas de verano.
Aliento tibio
de las islas del norte, aurora boreal en tu vientre.
Te paseas por el zaguán mientras llueves.
Entras a todas las habitaciones y no dejo de pensar en ti.
Tu cuerpo es la palabra que nombra el alba.
Habitas en caja de paredes blancas
Te miro etérea, mis manos no tocan tus manos y a lo lejos, el sonido de las gaitas me despierta del letargo.
Cuanto tiempo ha pasado desde el último sueño en que te vi deambulando serena.
No hay penumbra, solo amaneceres salvajes, siempre te encuentro.
Somos presagios a través del flujo de los años.
Te convertiste en alborada, en maña límpida.
Yo, en océano sin tregua, en viento indómito.
Céfiro que mece la copa de los abetos y anuda tus cabellos.
Entro por la ventana, forajido de las horas.
Te espero tras la cortina.
Silencioso en la habitación, me confundo entre fantasmas.
Soy el murmullo en el aire que te habla al oído; el que te escribe versos inesperados en las madrugadas.
El Cierzo que con dulzura besa tus labios en las horas impares.
Te encuentro sola. En el espejo cetrino del estanque busco tu nombre.
Confluimos en vorágines de palabras y verbos. Evocando la belleza perpleja de las cosas inexistentes.
Encontré un amanecer en las alas de un ave que escapó de su jaula.
Ovillo de lana,
hilo del hado
sin principio ni final.
Un deleite haberte leído amigo