
SARA ANDRADE
A veces siento que es como entrar a un salón iluminado con lámparas de halógeno y una docena de sillas mal acomodadas en el centro. Por mis experiencias personales, esta habitación se parece a uno de esos salones medio liminales, medio satánicos del Hotel Don Miguel: salones enormes, de techos altísimos y vitropiso tan pulido que puedes ver tu reflejo a la perfección; candelabros fuera de lugar, ventanas que dan al cielo azul de la ciudad, un aire que no sabes de dónde viene, un sistema de sonido deficiente y un grupo de personas apiñadas en una de las esquinas del salón, secreteándose lejos de ti.
Para mí esa es la experiencia de estar en un grupo de WhatsApp.
Es casi como formar parte de un mundo fuera de este mundo, como una especie de limbo a la que fuiste exiliado por el pecado de haber nacido años después de la exploración del mundo y años después de la rebelión de las máquinas, pero en el año preciso para pertenecer a un grupo de chat de tu trabajo en el que un compañero sin noción de la propiedad manda stickers de niñas coreanas y tu jefe manda bendiciones versión Piolín.
Yo, como criatura de mi época, estoy en tantos grupos de WhatsApp, que no debería sorprenderme la irrealidad de esta experiencia moderna. A veces me divierto con la personificación del hecho.
Estoy en un grupo de ventas de catálogo, por ejemplo. Así que me imagino que estoy sentada en una sala de conferencias, rodeada de señoras olorosas y encremadas, escuchando los descuentos del mes de sus perfumes y cremas.
Estoy en un grupo de fanáticos de Star Wars, por otro lado. Me imagino que estoy en un centro de convenciones, sentados todos frente a una pantalla enorme que siempre está pasando las precuelas y mis amigas y yo blandimos sables de luz de plástico, emocionadas.
Estoy en diversos grupos de mi familia. Me imagino que es una casa grande, la de mi abuela pero donde cabemos todos y que nos acomodamos todos en sillones y sillas dispares, riéndonos entre todos, sirviéndonos de comer, compartiendo buenas noticias.
El grupo que tengo con mis amigas me parece que es una salida perpetua. Estamos sentadas en el café de siempre, sonrientes, felices, gritando de la emoción, listas para el chismorreo bienintencionado y la circulación de los memes del momento.
En el grupo del trabajo, me siento como dentro de una reunión perpetua, mitad celebración de cumpleaños, de esas con pastel de Soriana, un vaso de unicel con Coca y risitas dispares, mientras el gracioso de la oficina intenta romper el hielo entre todos.
A veces la aplicación de mensajería me parece que es como un vestíbulo lleno de puertas a las que tengo acceso para ir y venir a distintos mundos, con distintas personas, con distintas formas de presentarme ante los demás. Regreso a mi analogía con el Hotel Don Miguel y, un poco harta de tener que escuchar el ruido de las cinco fiestas de quince años, bodas y conferencias magistrales de gurús de la autoayuda, hago lo que todo millenial que se respeta hace: silencio a todos mis adorados grupos, cierro la aplicación y decido pasear por los generosos jardines de Pinterest, ignorando los mensajes, dedicando a admirar las flores virtuales de mi casa portátil.