MARIFER MARTÍNEZ QUINTANILLA
Entre las dos fases de la vida femenina, entre la virgen y la madre, hay un ser monstruoso, contra natura…
“Una mujer” de Sibilla Aleramo
Ésta es la primera ocasión que me adelanto a escribir algo en el marco del 8M. Las últimas veces me venían las ganas de escribir como un resultado de la adrenalina y la rabia que se enciende durante la marcha con amigas en Monterrey, o como consecuencia de una decepción y shock cultural de cómo son las manifestaciones en Madrid (les falta rabia, les falta enojo, les faltan menos mujeres que a nosotras en LATAM). También ocurrió que tuve que escribir “líneas de contenido” para una influencer y dejar, según su línea, sesgos de un feminismo blanco y neoliberal. De hecho, el año pasado estuve una semana entera preparando ideas de contenido sobre el 8M, cápsulas informativas, una cronología del movimiento, y no pude articular ni escribir nada que fuera mío, nada más que dejar fragmentos sueltos que después publiqué en mi blog.
Algo que escribí en ese blog, una frase, es lo que me trae aquí. En realidad, yo tenía escrito otra cosa, ya había otro texto en lugar de éste; luego recordé que esta columna sale el 7, y creo que es momento de decir lo que quiero decir.
Siempre en el 8M espero que se me remuevan las cosas y que se asienten después. Entonces escribo de forma general, hablo desde dentro de un dolor nacional o un interés político y social; pero disfrazo mi enojo en otros enojos y nunca hablo desde mi dolor. Nunca me he atrevido a escribirlo, y son contadas las veces que lo he hablado. Lo puedo mencionar, de pasada, por encimita, minimizarlo con “todas tenemos una historia con la violencia de género”, y en terapia han sido contadas las veces que he querido hablar de esto. Las veces que lo he hecho siento que se levanta el peso, pero después vuelve a caer encima de mí.
Lo que en verdad quiero decir es que yo sufrí un abuso sexual de parte de un novio. Estaba en preparatoria. Tenía 16 años. Me lo callé cinco años. Esos cinco años intenté muchas cosas para darle la vuelta a lo ocurrido: primero fue negarlo, fingir que nada había ocurrido, que nada había estado ocurriendo antes de llegar a eso porque mi caso fue uno en el que los actos se van acumulando y avanzando; con ello vino el silencio, y éste tiene un efecto de soledad severo, que nada tiene que ver –no en mi caso– con el aislamiento, es una soledad interior; en la soledad encontré mucha vergüenza (culpa del catolicismo, sin duda); después, en la carrera, cuando empecé a escuchar de verdad sobre el feminismo empezaron a haber quiebres en la negación, así que hubo que disimularlo, maquillarlo, crear una historia diferente y realista que justificara por qué no tenía sexo ni quería tenerlo (y si admitía que quería coger, me invadía una culpa, una sensación de traicionarme a mí misma); no quería decir que estaba muy asustada de volver a pasar por una situación así, pasar, otra vez, por una situación que se me saliera de control.
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Estuve un Ciudad de México hace poco. La primera noche salimos a cenar M. y yo. Ya no recuerdo exactamente de qué estábamos hablando, supongo que de nuestros traumas y manías. Mi mayor manía es el control y el orden: todo debe estar como lo he dispuesto, nada puede salirse de la línea sin que yo decida que puede salirse; todo debe hacerse en una serie de pasos específica si no está mal hecho a mi juicio; nada puede cambiar de lugar o posición sin que yo lo quiera. En realidad inició como una charla amena y tal vez fuera el cansancio del viaje lo que dejó que se deslizara en mi mente una idea que me dio cierta claridad, también dolor. Me pregunté de dónde podía venir esta obsesión con el orden y control (definitivamente hay algo de la infancia, pero acentuado por algo más): recordé, violentamente, el libro De qué hablamos cuando hablamos de violación de Sohaila Abdulali. Entre los daños colaterales de una violación, aparece la ansiedad; y entre los síntimas, el control: “Las personas supervivientes de violación anhelan el control. Para mí, parte de ese control es el lenguaje. Utilizo palabras para adaptar mi entorno”, escribe Abdulali. Yo anoté al margen: controlé cómo lo contaba, cómo tejer la historia y en qué orden y tono para inventarme otra memoria.
A la mañana siguiente, jueves 11 de enero, tuve análisis, hablé de Abdulali, hablé de mí, lloré mucho. El sábado 13 tuve oportunidad de tomar mi sesión por primera vez en el diván, fue un poco más de la hora; conté todo. Hasta lo que nunca había dicho ni dejado que se asomara en mis recuerdos.
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Después de cinco años tuve una depresión reactiva, según mi psiquiatra: insomnio crónico que duró ocho meses, una irritabilidad y enojo constante, recuerdo que era agresiva al hablar. Cada vez me enojaba más cuando escuchaba denuncias de acoso o violación, cada vez sentía que necesitaba hablar, que ya no podía hacerme la ciega ni la muda conmigo misma. Recuerdo que un día, sin planearlo, ni siquiera lo había pensado en días anteriores, llegué a mi casa después de hablar con una amiga y me senté en la recámara de mis padres a contarles lo que había pasado cinco años atrás. En ese momento dejé de sentirme sola.
Nota: A pesar de que es algo que he hablado con mi círculo más cercano (mis padres, amistades muy unidas a mí, en su momento con parejas sentimentales), me he dado cuenta que decirlo una vez no basta. Tampoco es algo de lo que hable siempre. Pero escribirlo, ésa es otra forma de intentar desprenderme de esto, una forma que había intentado muchas veces antes. No había podido, no hasta ahora.