Anochece y se amotina el dolor en mi garganta,
a mis entrañas regresan retazos de angustia.
Para Mati, Mafa y Reki
ALEJANDRO A. CERVANTES HERNÁNDEZ
Siempre he visto fantasmas, desde que era niño usurpaban las tardes y vagaban cabizbajos a la víspera del ocaso. Iban y venían, los veía desde el balcón de mi cuarto que daba hacia el mar en casa de la abuela. Al lado del mío, el cuarto de la abuela inhalaba y exhalaba olores fétidos, nunca la vi asomarse a su balcón, pero siempre estaba abierta la ventana que daba al mismo. Viví ahí, encerrado, más de siete años. Mientras pude, desde que despertaba traté de estar en mi balcón todos los días, estaba en un tercer piso, encima de una roca gigante, a la orilla de la playa, era la única casa. Había un pueblo que estaba a treinta minutos caminando, allí nací, pero tengo vagos recuerdos. Una vez que me llevó a vivir con ella nunca regresé, el pueblo se llamaba Cabo Abandono y la abuela lo visitaba todos los días sin excepción.
La primera vez que los vi eran tres, después siete y, sucesivamente, llegaron a ser tantos que era difícil contarlos, sólo aparecían antes de la puesta de sol, al amanecer ya no estaban. Tuve pocas oportunidades de hablarle de los fantasmas a la abuela, en el tiempo que viví con ella sólo sucedió cuando traté de arrojarme a la multitud y cuando me tuve que ir en las postrimerías de su vida. Debajo de la roca en que estaba incrustada la casa, se formaba una pequeña bahía, ahí es donde, todas las tardes, antes del anochecer aparecían. Por un par de años sólo me dediqué a observarlos, les gritaba, les aventaba de todo y nunca, nunca volteaban.
Después un impulso, el miedo, los pies en el aire. No sucedió, en el último instante los brazos de la abuela me rodearon por detrás y de un tirón estuve de nuevo en mi balcón.
−Eres el único que no puede hacer eso−, vociferó con fuerza.
−Quiero bajar, déjame ir−, respondí, aunque pareció no entenderme.
−Los fantasmas tienen hambre, si vas allá puede que te coman− zanjó.
Comencé a llamarlos así, en realidad no tenía idea de qué era un fantasma, pero los había de todo tipo: altos, bajos, robustos, flacos, sucios, limpios, firmes, rengos, y todos parecían vagar tristes. Al principio no podía verlos tan de cerca, la lejanía me lo impedía, un día en el cuarto, al despertar, sobre los pies de mi cama, unos prismáticos. De vez en cuando la abuela me obsequiaba cosas, aparecían sin más en algún lugar de mi habitación. Poco a poco empecé a diferenciar a los fantasmas por colores, tamaños y formas. Había fantasmas con orejas largas, otros parecían no tenerlas, también los había de un solo color o de muchos con combinaciones inesperadas.
Una mañana, inesperadamente, la abuela entra a mi cuarto y un golpe en el estómago me despierta de súbito, forcejeamos y todo a mi alrededor se oscurece. Despierto de forma repentina en un lugar que desconozco, veo las puertas abiertas, corro, salto y resbalo a lo largo de toda la roca. Me vuelvo a desmayar, despierto tumbado en la arena, el cuerpo abierto por la mitad, comienza a anochecer. En el aturdimiento algo se acerca, me susurra unas palabras al oído. Me incorporo, a lo largo de la bahía, los fantasmas se tejen al mar y a la tierra. Entro en pánico, escalo tan rápido como puedo, estoy herido, aunque no siento dolor. En la casa la oscuridad se amotina, en el cuarto contiguo al mío la luz de una pequeña chimenea ilumina el cadáver de un fantasma en el suelo, hay un caldero que despide olores funestos, cientos de frascos con partes de fantasmas, cosas regadas y rotas por todos lados. La abuela yace tumbada junto al cuerpo del fantasma, parece desangrarse por la boca. Me acerco temeroso, dice algo entre espasmos
−Perros, todos ustedes se llaman perros.
Salto despavorido a la noche, regreso a la bahía. En procesión, uno a uno, regresan a su hogar, está por amanecer y el mar, junto conmigo, reclama su dolor más grande.