Victoria Laphond
—¡Me lleva, otra chingadera de que preocuparse!
Maldijo Martha en un mormullo casi silente, mientras tallaba la piedra del encendedor.
Le ardía el dedo de la insistencia, hedía a butano quemado, a la humedad del encierro; a la muerte más próxima. Pese a los esfuerzos fallidos, golpeó el encendedor contra su palma y volvió a intentar. La chispa saltó temblorosa, iluminó el pasillo, batió la oscuridad para enseguida extinguirse. Desde hacía días, su yerba y encendedor escaseaban como sus nervios al ver que su madre no moría pese a los intentos por lograrlo. Le desquiciaba saber que ni los sedantes bastaban, la falta de agua o comida para deshacerse de la anciana.
—¡Chingado!, ¿dónde dejó esta pendeja mis cerillos? De seguro quiere robárselos, por eso puso el pretexto que ya no quería que fumara, pero está loca, yo los necesito, es mi fuego, es mi maldita yerba.
A tientas rastreó el camino de regreso a la cocina. Aquella noche era más negra, más pesada, con un rumor de incertidumbre que presionaba sus pulmones agrietados de tanto jalarle a la pipa.
—¡Mariana, ya dime, ¿dónde dejaste mis cerillos?!
—¡Cállate, tonta, la vas a despertar!
Retornó la voz mientras se hacía presente en aquella penumbra, donde apenas se avistaban las paredes pelonas llenas de moho.
—Hasta crees que lo hará, ya no tarda en morirse y de mí te acuerdas. No te hagas loca, dime dónde están, de seguro te los robaste.
—¿Y yo para qué los quiero? En verdad ya te quemaste los sesos, si estamos en esto es por tu culpa, tu estúpido berrinche de mantenerla con vida.
—¡Estoy harta de ti! No me dejas salir, ni para comprar mi medicina, no soy nada sin ella, qué no ves, me ayuda a saciar esta pinche ansiedad. No entiendo cómo pude parir a alguien como tú, eres detestable.
—Uy, pues gracias, mamá, uno que quiere velar por tu seguridad. Recuerda, yo sólo te seguí la corriente para deshacerte de ella, tu madre, aunque la odies, ella te trajo a este mundo y te puedo asegurar que ella piensa lo mismo de ti, te aborrece, pero ya no tiene las fuerzas para gritártelo en toda tu jeta.
—Ya cállate, animal, ¿cuál pinche seguridad? No quiero escuchar tus pinches sermones, yo sólo necesito de mi medicina, ya no aguanto las ganas para quemar, quemarme y deshacerme en ella.
—¡Agggggh! ¡Aggggh!
El grito gutural de la anciana reptó por las paredes, cimbró la casa y la conciencia de las mujeres.
—¿Y qué tal si no muere? ¿Si sólo nos tiene en su juego, haciéndonos creer que el suplicio se ha ido? Esa vieja es muy hábil, yo no me confiaba.
—¡Cállate, tarada! Ya te dije que no pasa de esta noche. Hoy la muerte debe de llegar, deja de hacer berrinche y súbele al sedante. Mientras, yo busco cómo encender este último tirón.
Al acercarse a la habitación, la sombra de Mariana se proyectó como una mancha de tinta oscura, más honda que la penumbra del cuarto. Contempló el cuerpo asimétrico de su abuela apretado por la agonía, junto a los estertores, los cuales pasaban tan rápido y eran reflejo de su lucha por no perecer.
Sin embargo, la discusión de las dos mujeres le inyectó energía a la nonagenaria, comenzó a mover sus extremidades, de manera casi imperceptible primero, girando en su propio tronco de manera lateral sobre la cama, de izquierda a derecha, de derecha a izquierda.
Mariana se detuvo frente al lecho, en un sobresalto la agónica peló sus ojos, parecían brincar de sus cuencas, sus pupilas se trocaron en blanco, dilatándose a punto de estallar. En ese instante ambas quedaron suspendidas, no había rencores, sólo magnetismo y un grito ciego. Aprovechándose la anciana del momento e intentando aferrarse a la vida, se arrancó el catéter, la sangre brotó de entre la finísima red de venas que atravesaba su mano. En el arrebato, la joven tomó la cánula, la enredó en el cuello, así extinguió la vida de su abuela.
Una cruel sonrisa se esbozó en el cadáver, después dio paso a una mueca cubierta de horror. La mirada fija de la muerta aún con resabios de existencia, se prendió en los ojos de su asesina y la inmovilizó. Un miedo súbito, aunque sin remordimiento, se apoderó de ella; no podía hacer otra cosa que mirar a su víctima mientras soltaba carcajadas de desquicio. Poco a poco fue volviendo en sí, empujada por la adrenalina de no actuar como debía.
—¡Imbécil! ¿Qué has hecho? ¡La mataste!
—No, fuimos las dos, mami, yo sólo adelanté un poquito el proceso.
—¡Estás loca! Su muerte debía verse lo más natural posible.
—¿Qué hay de natural en quitarle la comida, el oxígeno y sólo mantenerla sedada con barbitúricos? ¿Qué no estabas harta de ella? ¿No pedías una solución? Ándale, agradéceme, te he dado tu paz tan anhelada.
—¿Y qué haremos con ella?
—Nada, sólo déjala ahí.
Aún en desquicio por lo sucedido, Mariana comenzó a apretarse la cabeza con sus manos como si quisiera perforarla y aplastarse la masa encefálica. Tomó una almohada, se tiró al piso en posición fetal, no pudo más que sollozar.
—Tienes miedo, ¿verdad? Fíjate, te creía capaz de muchas barbaridades, pero no me imaginé hasta dónde podías llegar.
En ese instante Martha tuvo una visión, una imagen, la cual se tatuó en su mente. Quería ver muerta a su hija, ya no lo soportaba más, quería tomarla de la cabeza y estrellarla contra el piso. Treinta años soportando aquella zángana vividora, quien sólo se quejaba, más no hacía nada de provecho por su vida, toda esa carga que representaba su hija debía llegar a su fin.
Resignada a no dormir esa noche, destapó la cama donde yacía su madre, se acostó junto a ella, la abrazó, de ahí le soltó un beso en la mejilla mientras le cerraba los ojos.
—¿Pudiste encender tu pipa?
—No tienes misericordia, ve, la acabas de matar; en lo único que piensas es en mi fuego, en mi maldita pipa, mejor mantente alejada, ¡son míos!
—¿Y de qué hablo, de lo arrepentida que estoy, de lo mucho que la amaba? No, no puedo hablar de mentiras, ya acéptalo, fue nuestra liberación.
—¡Ya cállate, no quiero hablar contigo!
—Esto nunca me va a soltar, ¿verdad? No me va a dejar en paz nunca.
—¡Que te calles!
Sin hacer ruido, Martha se deslizó por la cama hasta llegar al buró. En una reacción rápida, abrió el cajón, a tientas rastreó cada uno de los objetos hasta encontrar las tijeras. Las empuñó y comenzó su camino de regreso en la cama. Antes de incorporarse, volvió con su madre, pegando su boca al oído, le murmuró:
—Dos coronas a mi madre es muy poco para ti,
madrecita de mi vida, quisiera quedarme aquí.
Creyendo que soñaba, sin poder pensar se dirigió de prisa hacia donde estaba Mariana. Sentía que la oscuridad giraba en torno a ella, haciéndola sentir ligera, mientras empuñaba su arma como un triunfo aún no consagrado. Un cosquilleo le subía por la espalda hasta posarse en la nuca, con cada paso la sensación comenzó a subir de intensidad hasta sentir una plenitud que le llenaba el cuerpo.
—¡No vas a matarme, tus manos no lo lograrán!
Gritaba Mariana con los ojos bien abiertos, mientras se incorporaba en un salto.
—Nos vamos a morir las dos y no puedes hacer nada, ¡nada!
Con cólera, le atravesó el vientre a su hija. Un dolor agudo en el estómago le arrebató un grito ahogado, sin mucho eco. Sus facciones estaban transformadas en pánico, mientras su madre le encajaba más hondo las tijeras queriendo penetrar cada uno de sus órganos. Mariana, en un reflejo la empujó y logró zafarse. Con rapidez, mientras dejaba una estela de sangre en el piso, fue hasta el buró y le aventó la lámpara de noche.
—¿Ya acabaste? Todavía podemos salvarnos.
Martha se reincorporó, tirando restos de cerámica rota por el piso, se lanzó de nuevo contra su hija. Una, dos veces, cayó sobre el cadáver de su madre, hasta lograr prenderse de Mariana. Ambas se tiraban de golpes, manoteaban, la mujer arrancó las tijeras del vientre de su hija, tenía sed de violencia, no pensaba, sólo quería matar. Mariana agarró la cánula con la que mató a su abuela, la entrelazó por el cuello de su madre y comenzó a sofocarla. Todavía con fuerzas, Martha empezó a tirarle puñaladas directo a su rostro, a los ojos.
—¡Ándale, acaba y vámonos a la chingada!
Amaneció, la luz del alba se desprendía de las paredes y aislaba los cuerpos. Un chanate se posó en la ventana, Mariana seguía a medio morir. Persiguiendo el rumor a sangre fresca, el ave se dirigió a ella, al despojo de sus ojos, y comenzó a picotearla. De ahí llegó otro y otro más hasta formar una parvada entera que comenzó a comerse sus cuencas. Ella estaba tan débil que no podía exclamar ayuda.