J. LUIS CARVAJAL
De lejos, Luis Vicente de Aguinaga muestra una personalidad literaria contradictoria. Podría decirse que luce demasiado académico para ser poeta y demasiado poeta para ser académico, si no fuera porque sus ensayos, así como sus versos, exhiben un parejo rigor y una coherente pasión. Su obra poética, además, oscila entre la “poesía del lenguaje” y la “poesía de la experiencia”, esa dualidad que domina, según algunos críticos, la tradición literaria del siglo XX en Latinoamérica. Y su escritura ensayística opera a partir de conceptos opuestos, como se advierte en su libro Desde la intimidad (FCE, México 2016), que confronta las emociones privadas con las experiencias públicas en la poesía mexicana. Estas aparentes aporías de su carácter no refutan su obra, tan sólo revelan su carácter neobarroco y (muy a su modo) neoplatónico, por cuanto se propone conciliar los opuestos que forman, conforman, deforman al mundo objetivo y subjetivo.
“Tal vez el placer estético no sea más que la satisfacción de reconocerse fuera de sí, en una obra o acontecimiento exterior a su conciencia, pero también, y al mismo tiempo, dentro de sí, en un punto específico de la persona que responde a esa pulsación en particular y resuena con ella”, supone Aguinaga en Desde la intimidad, sugiriendo que susodicho placer es un punto de inflexión donde se pliega y despliega tanto la imagen como la experiencia del poema. Al afirmarlo, el autor autoriza a sus lectores y lectoras a operar de tal manera: a plegar y a desplegar sus versos para paladear mejor su sentido. Leyendo su libro Reducido a polvo (Joaquín Mortiz 2004), puede uno preguntarse, por ejemplo, si el título alude al polvo como ceniza fúnebre o bien al polvo como producto de la erosión material, es decir, al polvo como metáfora de la muerte interior o de la entropía exterior.
En su poema “Fragmento” esta dualidad del polvo revela una correspondencia muy peculiar entre el Yo y el otro: “Los demás, que son el infierno, añaden a tu rostro / una capa de rememoraciones. / La diluyen también / o la retiran, agravándola; / polvo que reducido a polvo / se acumula”. Lo asombroso aquí es que el polvo no es producto del olvido, sino de la memoria: son las memorias del otro las que empolvan el rostro del Yo con el paradójico fin de conservar su imagen. El polvo, por lo demás, no alude sólo a lo fúnebre. Con una pizca de picardía, alude también a lo erótico, como lo sugiere la frase “echarse un polvo”. En su poema “Bodas”, podemos suponer que el polvo es fruto de la caricia amatoria, cuando la piel de los amantes se erosiona y pierde sus límites: “Tengo en tus manos. / Tengo en tus manos la piel que me define”. Y ambas correspondencias (el polvo como Eros o Tánatos) se conjugan en “Alta vigilancia” que afirma: “Cuanto fue desplegado por tus manos, abierto, / desdoblado en planicies que se agravan /…/ cuanto fue alisado, hecho polvo, /…/ cubre mi rostro y adelanta / el ir sin ruido de mí hacia tu memoria”.
Aunque el autor sostiene que no escribe libros de poesía unitarios, sino poemas sueltos que después agrupa y compila en libros, es evidente que su escritura se cimenta sobre una visión constante y coherente de lo poético: una visión neobarroca que le permite vincular a la Biblia con López Velarde, a Borges con Juarroz, a la crítica con la poesía. Como concluye en Desde la intimidad: “no veo por qué la poesía y la crítica deban recorrer separadamente sus respectivos caminos. Después de todo, el mar y el cielo caben juntos en la más austera de las brevedades, que no es otra que la de ciertos haikus”.