SARA ANDRADE
Creo que hemos llegado a un punto en el que todo lo que nos conmocionó cuando vimos Black Mirror ahora lo vemos como una realidad tan cercana que las preocupaciones de la serie nos parecen irrisorias. ¿Qué tan terrible puede ser que un ministro se coja a un cerdo, si lo que hacen nuestros gobernantes es igual de terrible, peor incluso, pues no lo hacen con la intención de salvar a la princesa?
El otro día decidí darle una vuelta a la Alameda con la sola intención de observar a las personas que caminaban ahí también. La estampa era absolutamente ordinaria: estudiantes descansando en el pasto, godines en mallas, haciendo sus diez mil pasos al día, ancianos sentados en las bancas de cantera, contándose nostalgias. Al principio, yo me sentí muy conectada con la tierra, muy comunicada con el sentir de mi comunidad. Fue un momento precioso. Yo y mi gente y la luz del sol de mediodía a través de las hojas de los árboles.
Pero luego comencé a observar con más atención. Luego, enfoqué la mirada y me di cuenta de que todos, los alumnos de prepa, los godines corriendo y los ancianos sentados, todos tenían un celular en la mano. Al principio me sentí escéptica de mí misma, como avergonzada de haber caído en una observación tan de tío de Facebook: Esta juventud ya no disfruta la vida, todo es andar en el celular. Pero di otra vuelta a la Alameda y confirmé lo atestiguado. No había mano sin teléfono. No había ojo sin pantalla.
Los estudiantes estaban hechos bolita, era verdad. Hombro con hombro y si no prestabas atención podías confundir su risa con una producida por el chiste de alguno. Pero de lo que se reían era de lo que veían en la pantalla. Un TikTok, quizá. Un video de las Perdidas, un baile de moda. Los godines corrían con el celular en la mano, un dos, un dos, y de repente lo prendían para ver algo, quizá para cambiar de canción o para comprobar los pasos que habían hecho. Algunos, los más audaces y seguros de su rostro, alzaban el celular para tomarse una selfie. Aquí corriendo, hashtag fitness. Me acerco a los ancianos, con la esperanza de que ellos sean los bastiones de la comunicación humana sin prótesis. Al principio, los veo hablando entre ellos y sonrío, aliviada, pero no pasa ni un minuto hasta que uno saca su celular y entrecierra los ojos y dice en voz alta: ¿Sabes cómo puedo hacerle para mandarle este meme a mi nieto?
Me quedé muy quieta, como preguntándome en qué clase de distopía vivía yo. Pero al final no me quedó de otra más que aceptar mi nueva realidad. ¿Quién soy yo, arbitraria de los espejos? ¿Dictadora de las manos? ¿Yo, que los fines de semana hago 26 horas de tiempo en pantalla?
No, lo que hice fue seguir mi camino, asintiendo, diciéndome como muy enterada del tema, como muy filósofa de los tiempos modernos: “De verdad que vivimos en Black Mirror”. Luego saqué mi celular y comencé a escribir esta columna.