
SARA ANDRADE
Hay gente que presume de estar fuera de la Caribdis de las redes sociales. Hay gente que presume de ni siquiera tiene un teléfono inteligente. Hay gente que presume de todavía usar el servicio de Correos de México para comunicarse con sus seres queridos. Todo aquello está muy bien. Me dan un poco de envidia, la verdad: no las decisiones de su vida desconectada, sino, más bien, su presunción y arrogancia. Oh, suspiro, de frente a mi pantalla, barbilla sobre las manos, puchero en la cara, ¡ojalá pudiera fanfarronearme de las decisiones de mi vida! Ay, ojalá pudiera encontrar superioridad en el hecho de que, en lugar de abandonar el movimiento esquizofrénico de la vida en el siglo XXI, paso las noches en vela, con los ojos pelados, rojos, el cuerpo exhausto y el corazón hecho un nudo, leyendo un cómic coreano de dudosa moral. Se me agarrotan los dedos de tanto scrolleo, me como 35 noticias falsas en un paseo por TikTok, me entero de la vida de una influencer de Busán en Instagram y niego con la cabeza, decepcionada de mi pobre vida gris y poco interesante, sin nunca pensar que el culpable de mi renovada ansiedad existencial es, de hecho, el maldito celular, como amenazaba mi mamá.
Por supuesto extraño la vida antes de la adicción al algoritmo. Recuerdo de manera muy vívida en apagar la televisión analógica de la sala de mis padres, harta de escuchar el zumbido de la señal y del ruido distorsionado de las voces de la caricatura, y preferir hundirme en el silencio poco estimulante pero increíblemente henchido de posibilidades. Me metí debajo de la mesa del comedor y el sol de la media tarde se filtraba por las cortinas de la sala y yo me sentí en un submarino, porque estaba sola en la casa y solo me tenía a mí y mi imaginación y, tal vez, comparada con la vida esquizofrénica del 2025, tal vez sí estaba en un submarino y tal vez en ese momento, en el que el único entrenamiento al que podía acceder eran las pocas impresiones que yo tenía del mundo, yo era la que realmente podía presumir de la riqueza de mi vida interior. Pero estaba sola y no me gustaba la sensación de estar sola. Ahora, por lo menos, cuando estoy sola en mi casa, saco el celular de mi bolsillo trasero y le mando mensaje a mi amiga de Honduras o de España o de Taiwán y les pregunto si pueden hacerme compañía un momento. Y el milagro es que, ellas, del otro lado del mundo, me dicen que sí. ¿No es posible vanagloriarse de eso? ¿De que estoy acompañada, de que hay alguien que conoce mi nombre y pregunta cómo estoy, a pesar de nunca haberme visto la cara?
Y yo supongo, además, que hay gente que seguramente nos ve a todos los demás, agachados, aprisionados por el rectángulo oscuro de nuestro celular, dándonos de golpes entre la muchedumbre, gritándonos, riéndonos, escuchándonos, viviendo nuestra vida en conjunto y que desdeña nuestras decisiones. Pero a ellos yo no los envidio. Prefiero mil veces estar en la bola que fuera de ella.