ENRIQUE GARRIDO
“Así se abría el camino: una granada madura, sus dientes rojos diseminados por el suelo. / Me tomó la luz del atardecer, el pájaro sobre el tendedero, el gato en el tejadillo enfebrecido de verano y crepúsculo” líneas que forman parte de Alba marina¸ poema de la infinita poeta Esther Seligson. Realidad y poesía se entrecruzan, pues leo estas imágenes enmarcadas con un atardecer de tonos azafranados y ojos zarcos sobre el Nevado de Toluca mientras me dirijo a casa después de una jornada de trabajo.
Al igual que gran parte de la comunidad godín, me muevo en transporte público. No es ostentoso, pero nos puede regalar postales inolvidables de paisajes en movimiento de una ciudad cada vez más caótica. En sincronía, espacio y literatura convergen; sin embargo, la sincronía puede ser ambigua, y también podemos estar en el mismo momento que alguien con la posibilidad de establecer nuestro destino a través de un disparo. Me explico. Paralelamente al increíble espectáculo poético descrito por Seligson, en una de las zonas más concurridas y menos iluminadas, un grupo de chicos, cuya vestimenta cumple un estereotipo que nos invita al miedo, van ingresando al camión sin pagar pasaje. México es un lugar donde la movilidad urbana se convierte en un estrés permanente, donde el azar determina si llegas con todas tus pertenencias o simplemente si llegas. Por ello, cual filósofos, estos momentos y personas nos mantienen en estado permanente de duda y sospecha.
Sin embargo, México, como lo insinuó Dalí, también es surrealista y, sólo aquí el desfile de la sospecha concluía con un chico, bocina en mano, iniciando unas líneas de hip hop improvisado. Las letras giraban en torno al pasaje, la vida en las calles, la soledad en una familia disfuncional y el anhelo de un futuro mejor; no obstante, entre actos se acercaban conmigo para preguntarme respecto a la poesía de Seligson e improvisar sobre temas de la poeta mexicana como maternidad, muerte y mar. La poesía entrecruza caminos. De nuevo, la palabra nos invita a ver el interior de las personas, cada cabeza es un mundo.
Al final, los chicos se despidieron cada uno de mí recomendándome libros de Alejandro Jodorowsky y Charles Bukowski. “¿Cómo se arma un libro?/ — Igual que un barco,/ le respondí a mi nieta,/ requiere de muchas travesías/ de algún naufragio / tocar puertos seguros/ una tempestad de tanto en tanto/ marineros solidarios / paciencia inquebrantable/ no separar la realidad del espejismo/ el monstruo marino de las aves/ las islas del continente/ saber que nada es similar/ creaturas diversas y hermanas/ mucha plegaria por equipaje/ y al timón la providencia” escribe Esther Seligson en otro poema cuyo título describe la condición de quienes viajamos bajo el atardecer y la sospecha: En su desnuda pobreza. En los naufragios del transporte público, los puertos seguros escasean, pese a ello aún persisten los marineros solidarios. Al final, los libros hermanan, el miedo separa. Tristemente, faltan los primeros, y abunda el segundo. Esa es la condición de náufrago citadino.