Adso E. Gutiérrez Espinoza
El señor Hernández era un hombre con amplias caderas y piernas grandes, fuertes, no era obeso, ¿huesos anchos?, más bien era genético; una melena despeinada, quebradiza y bien oscura; ojos redondos y profundos. Se sentó frente al computador, mientras leía las notificaciones en su videojuego, debía pagar unas cuantas monedas, de un nombre que no recuerdo (o no puedo pronunciar), para pagar la espada legendaria y así lograr vencer o, en el mejor de los casos, matar al dragón con sonrisa eléctrica. Todo debía ser así, al menos con este videojuego. Puntual y costoso, cada moneda era difícil de conseguir, no tanto por la incapacidad de su personaje, una mujer hechicera, lectora, y bastante exuberante —¿por qué diseñarán así a las mujeres, habrá un deseíto oculto?—, sino porque las actividades, los favores a los pastores y campesinos, bastantes inútiles para defenderse de “patos y ocas”, pero bastante hábiles para exigir su ayuda, daban pocas monedas y debía, por ejemplo, vencer jefes y monstruos que le triplican el tamaño y las habilidades.
Esa espada legendaria implicaba “juntar” cinco mil de esas monedas y los favores daban un promedio de tres monedas. Al hacer los cálculos, el señor Hernández podría tardarse, si no toda una eternidad, unas buenas horas, o al menos repetir una y otra vez las mismas misiones. Farmear. Por otro lado, esa herramienta estaba en el tope de importancia, o eso colocó el señor Hernández para no olvidar que era su meta verdadera, o la de corto plazo. Al abrir el Mundo, uno abierto, con muchos colores y un sonido bellísimo, en el que se podía explorar por horas y siempre había cambios, encontró a un lado de su avatar, esa hechicera con amplio criterio (espero se sepa a lo que me refiero), un pequeño roedor de los campos, que si lo atrapaba y hacía bien las órdenes podría conseguir más monedas. El animal estaba diseñado para conseguir más monedas, quizás porque robaba a otros jugadores, pero entrenarlo era una lata, se debía invertir otras horas para enseñarle robar, sin que el roedor tomara lo del propietario novel y lo escondiera por ahí. Aunque encontrarse con uno, así como así, en estado salvaje y sin el entrenamiento de otro jugador —claro, por unas cuantas monedas, se podría “enseñarle” para que “pareciera” salvaje—, era toda una bendición.
El señor Hernández se acercó al roedor para ofrecerle las semillas de Komiko, unas que no siempre se encuentran por todos lados, que debían saber a paraíso por cómo esos animales las devoraban con tanto placer. El roedor olfateó las semillas y comió una a una, sin tanta devoción, pero sí con la firmeza de quien está hambriento, o al menos agradecido de que alguien se detuviera para alimentarle. Cada que le daba una semilla, el avatar hacía un sonido, un gemidito que podría ser confundido, de algún modo sabía que su “plan” estaba por cumplirse —atraparlo y así darle velocidad a la meta de tener más monedas—. El señor Hernández tomó la lata de cerveza y lo bebió, con tanta tranquilidad como si fuera café. También sabía que ese animalito aceleraría las cosas. Vio en la parte superior cómo la cifra de semillas disminuía, pocas, pero sabía que la de monedas aumentaría. El roedor comenzó a tomar un color café rojizo, eso significaría que pronto sería suyo. El señor Hernández se emocionó, pronto la espada sería suyo, pronto las tres mil doscientas monedas se volverían cinco mil, incluso más —¡podría comprarse no sólo esa espada!, ¡podría derrotar a ese famosísimo dragón!Sin embargo,de la nada apareció un felino, de algún campesino inútil y cretino, y tomó al roedor para devorarlo fuera de la pantalla.