Ezequiel Carlos Campos
La literatura y la violencia van de la mano. Si entiendo la primera como algo humano, histórico y racional, estas dos manifestaciones se comprenden mutuamente, incluso si se entiende de manera contraria. Las expresiones artísticas sin este sentido de la violencia no podrían comprenderse. La literatura, entonces, es una manifestación de distintas acciones humanas, en este caso plasmadas por la palabra. ¿Qué libro no habla, hasta cierto punto, de violencia?
Algo a destacar es la acción del escritor: ¿acaso este, parafraseando a René Girard en La violencia y lo sagrado, encuentra motivos racionales para emplear la violencia en sus historias?, ¿este uso será una forma de justicia a los personajes, acontecimientos, que da forma? Estos, llamados “chivos expiatorios”, son parte del ritual de la violencia para el mantenimiento del orden de las sociedades, que en los libros tienen una función especial, diferentes movilidades físicas o ficticias para que la historia tenga un sentido del orden establecido por la literatura.
Cabe señalar la importancia que, en nuestro contexto actual, el capitalismo sirve para el análisis de dicha violencia: la globalización como una distopía, en la que está inmiscuida la violencia y, a su vez, el narcotráfico y el necropoder, el capitalismo gore, en palabras de Sayac Valencia. Características que han hecho de la literatura un medio importante para las expresiones de las acciones humanas enfocadas a variados intereses, principalmente el económico y el cultural, por la marginalidad. Pero ¿quiénes son los que entran en esta categoría? Los sicarios, secuestradores, policías o soldados, por nombrar algunos. ¿Recordamos historias en las que estos son protagonistas o aparecen con mucha o relativa importancia?
Fernando Melchor, en Aquí no es Miami, escribe sobre, en y para la ciudad, en doce textos híbridos que la autora llama relatos, donde existe un Veracruz con un calor asfixiante: un paraíso donde la violencia ha impuesto su régimen. Veracruz es el protagonista del libro, visto desde distintos testimonios de víctimas y victimarios, así como de la propia experiencia de su autora. Cualquier ciudad de México, por muy pequeña o grande que sea, es Veracruz, la violencia encarnada en cotidianidad.
Los “chivos expiatorios” de los que habla Valencia aparecen con claridad en este libro de Melchor, pero quiero enfocarme en el relato “La vida no vale nada”, cuyo imaginario va de la mano con el discurso oficial del que habla Oswaldo Zavala en Los cárteles no existen. Narcotráfico y cultura en México, que atribuye “la violencia a una constante lucha de cárteles de la droga que simultáneamente desafían e incluso rebasan el poder del Estado”, discurso que ha estado en la sociedad durante muchos años, posicionando al crimen organizado como un enemigo de la soberanía. Es desde este punto de vista, que el relato de Melchor reproduce el discurso oficial, enseñando que el imaginario construido en el transcurso del tiempo es parte, ahora, de la cotidianidad.
En este relato encuentro el ritual de la violencia: una balacera y unas cabezas afuera de una televisora. En este texto ya encontramos el estilo discursivo que la autora utilizará en Temporada de huracanes, un diálogo entre entrevistado y entrevistador, testimonio en el que se irán hilando, en largo aliento, los acontecimientos que dan forma a las historias personales de los protagonistas, en este caso un abogado. ¿Qué ocasiona la violencia en este relato? El protagonista es un abogado, quien cuenta su sufrimiento, a manera de entrevista o testimonio, de los años pasados, ocasionados principalmente por la crisis económica, la epidemia de influencia y de las expresiones de violencia en las relaciones amorosas; el abogado lo manifiesta de la siguiente manera: “pinches dramas de la vida, y todo por culpa de la crisis económica […]”.
En medio de un ambiente violento, el protagonista indica que estudiar una carrera universitaria es menos importante que dedicarse a las acciones militares, porque comenta que sus padres no quisieron ayudarlo por no ser militar como su padre, y lo dejaron hundirse. El relato cuenta que él, junto con su amigo, El Gordo, acuden a una cita con narcotraficantes, quienes llegaron en su camioneta Lobo blindada, saludando con los ojos y las cejas a todo mundo, como diciendo “nosotros en nuestro pedo y ustedes en el suyo”. El jefe de los narcos les pregunta si quieren trabajar para ellos, ya que investigaron que eran buenos en su trabajo, pero el protagonista no quiere, inicia un discurso interno en que lo único que desea es vivir y que lo dejen trabajar.
Entre su diatriba, cuenta la historia de Andrés, un anterior cliente de él a quien metieron preso por supuesto narcomenudeo. Él, sin ser narco, tuvo que adaptarse a la supervivencia dentro de esas paredes, convirtiéndose en uno “porque era eso o morir suicidado”, suicidios extraños que ocurren en las cárceles, con guiño al asesinato. Lo interesante es cómo descubre el protagonista que la causante de que metieran preso a su cliente fue su pareja, ya que ella inventó la historia de las drogas por venganza a una infidelidad. En esta parte descubrimos cómo las autoridades pueden montar acciones con tal de lavarse las manos, de hacer pensar que trabajan por el bienestar de la gente, arruinando la vida de las personas. Respecto a este tema, Oswaldo Zavala expone el término de performance, en el que la autoridad “permite un raro avistamiento a la manera en que el sistema político mexicano ha creado un enemigo formidable en estos tiempos de permanente crisis de seguridad nacional”. Esta búsqueda de enemistad llega a que el estado recree las posibilidades de convertir una mentira en una verdad jurídica, y ganan quien hace más grande esa mentira. Esta es una forma de expresar la violencia: nuestras vidas penden de un hilo de malos manejos de seguridad.
Algo importante en este relato es la señalización al gobierno de Calderón y su lucha contra el narcotráfico, en el que Zavala comenta que si se abriera la caja de pandora que conlleva la palabra narco, “no encontraríamos en ella a un violento traficante, sino al lenguaje oficial que lo inventa”, o sea, lo que la institución ha querido mostrarnos por medio del miedo. La señalización a este anterior gobierno describe la época en que se habla: la caza de brujas como justificación a las acciones gubernamentales. El protagonista y su amigo no aceptan el trabajo con estos sujetos, pero el jefe de ellos les exige un favor, que cuando haya un asunto que le interese ellos se abran, no intervengan. De esta manera los dos abogados llegan a la conclusión de que la vida no vale nada.
Con este relato se percibe la visión de lo que la novela negra representa en el país, de cómo no existe una soberanía, los que controlan enteras las regiones (en el caso del relato es Veracruz) son los cárteles por encima de las nulas acciones de seguridad del estado, resultado de la corrupción de las autoridades. Como parte de las conclusiones en el libro de Zavala, sabemos que los cárteles no existen porque es un juego de las autoridades para facilitar los casos de los grupos de traficantes de droga que hay en todas las regiones, y que cualquier narco es todos los narcos; esta última idea la encontramos en el relato: el narco que da trabajo a gente que le sirve, es algo que se verá en el discurso oficial, tanto en el discurso artístico donde aparezca esta figura.
“La vida no vale nada”, de Fernando Melchor, ayuda a profundizar en el miedo colectivo hacia la violencia; habrá que encontrar cuáles son los motivos racionales en que se emplea.