DORALI ABARCA
Llevo cinco días soñando la misma secuencia. O quizás debería llamarlo de otro modo, porque cada noche es como si habitara el mismo lugar, rodeado de la misma gente de la noche anterior, como si estuviera despierta en otra dimensión, en otro momento.
Mi padre me ha gritado desde la cocina, en la otra parte de la casa: «¡Vamos tarde!» —su voz resonaba desde el primer piso.
Me levanté de inmediato, algo confundido por la prisa. Ni siquiera sabía a dónde nos dirigiríamos. Al ver el rostro de mi padre, fue desconcertante: tenía la mirada perdida, pero su expresión corporal era tan agitada que no lograba identificar lo que sentía. De repente, me invadió el miedo, aunque traté de ignorar esa sensación incómoda.
Subí al coche que mi padre acababa de sacar a crédito, un crédito de por vida, pues era imposible seguir tomando el transporte público en esa ciudad enorme. Salimos rápidamente hacia una carretera desierta, rodeada por un bosque y una niebla que se extendía por el camino, dificultando nuestro avance. La ciudad quedó atrás, y lo único que quedaba eran los árboles gigantes y la espesa capa de niebla.
En algún momento del viaje, me quedo dormido…
Me siento agotado, como si la espalda estuviera torcida. Llevo días sin descansar por las noches; despierto más cansado que el día anterior.
Cuando abrí los ojos, casi me disloqué el cuello al ver una sombra en medio de la carretera. Era la figura de un hombre alto y corpulento. Mi padre, que iba adormilado a ratos, no logró frenar, y chocamos contra esa sombra. Todo ocurrió en un instante: mi padre, con la mirada cada vez más perdida, y yo, aturdida por el golpe y paralizada ante la cantidad de sangre que brotaba de la cabeza del hombre. Mi padre, tartamudeando, me habló en voz baja, con una calma extraña:
«Busca el machete que tengo en la cajuela, rápido. Antes de que se enfríe.»
Sin entender nada de lo que estaba ocurriendo, obedecí la orden de mi padre.
«Ésta es tu primera prueba», —exclamó mientras observaba el cadáver—, «tienes que cortarle las extremidades; son la ofrenda para el festín. No puedes fallarle a la abuela, es tu sangre», me explicó.
Ahí estaba yo, temblando en medio de una carretera fantasma, sin comprender lo que estaba a punto de hacer. Me acerqué al cuerpo, mirando desde arriba, y recuerdo haber cerrado los ojos a medias antes de comenzar el ataque. Una fuerza inexplicable se apoderó de mí, y empecé a cortar. Mi corazón latía con fuerza, como si estuviera corriendo una maratón, mis brazos se fortalecían y mi mirada se abría cada vez más.
Los rayos del sol quemaban mis pies cuando desperté en mi cama. Tenía una migraña terrible, y mis brazos no respondían; Sentía los músculos hinchados y pesados.
Mi padre había sacado un costal de debajo del asiento del coche. En él cabían perfectamente las piezas que necesitábamos. Volvió a conducir, esta vez a una velocidad desquiciada, con la Séptima Sinfonía de Beethoven resonando a un volumen casi intolerable. Pero en el coche de mi padre nadie se atrevía a protestar la música que decidía poner. Continuamos entre los altos pinos verdes.
Hubo un momento en que casi me quedé dormido de nuevo, pero nos detuvimos, forzados por una anciana que se cruzó en nuestro camino, en medio de la nada. Yo sabía que debía entender todo lo que ocurría, pero mi cuerpo reaccionaba en contra de mi razón. Mi padre bajó a recibirla, y desde la ventana sólo podía ver su gesticulación, dialogando con alguien muy cercano. Poco después, ambos subieron al coche. La mujer acarició mi cabello desde el asiento trasero. Me giré y simplemente nos sonreímos.
Hoy no tengo fuerzas para levantarme de la cama. Es como si no hubiera descansado en días. No soporto el dolor en la columna, y mis pies están acalambrados. Hay un olor extraño en mi cabello.
De pronto, como un destello, llegamos a una vieja cabaña que, a medida que nos acercábamos, parecía crecer ante mis ojos. Tenía un jardín enorme con animales, gallinas y cabras. Nos dirigimos hasta la puerta en el coche, y desde el retrovisor noté que la mirada de mi padre estaba cada vez más vacía, pero su sonrisa seguía siendo escalofriante, naturalmente escalofriante.
Cuando entramos en la cabaña, sólo nos recibieron voces. No había luz en su interior. Una voz masculina susurró a mi oído que sólo nos estaban esperando a nosotros para comenzar. Me tomó del cabello por detrás y me colocó una máscara. Hizo lo mismo con mi padre y la anciana.
Nos acercamos y otra voz, femenina y madura, ordenó encender las luces. Lo que vi entonces era surrealista: máscaras de animales cubrían los rostros; cerdos, palomas, cabras, toros, caballos, aves. Nunca supe qué animal representaba mi máscara.
La voz femenina indicó que colocamos las piezas en la mesa. Ahí estaba la anciana que nos había acompañado durante el viaje, desnuda, con los ojos completamente blancos, acostada en un comedor enorme y alrededor todos nosotros. Alguien colocó una cabeza de cerdo sobre la suya, como si estuvieran ensamblando un nuevo ser. Un corazón de vaca fue depositado en su pecho y las tripas de un venado se enrollaron alrededor de su estómago. También añadieron un hígado de toro.
La misma voz femenina se volvió hacia nosotros y nos indicó que termináramos con las piezas restantes. Mi padre me ordenó que pusiera las manos, y él se encargó de colocar las piernas que habíamos recogido del hombre en la carretera.
Cuando la criatura estuvo completa, un hombre con traje de sastre y cabeza de abeja repartió copas de sangre a cada persona. La voz femenina gritó que el cuerpo estaba completo y pidió un brindis por la salvación eterna.
¡Salvación eterna, salvación eterna! —repetimos todos al unísono.
Bebimos la sangre.
Entonces, como una jauría descontrolada, nos lanzamos sobre el cuerpo de la anciana, devorándolo sin piedad, como perros hambrientos.
Hoy he dormido quince horas. Mi madre no ha logrado despertarme. Desperté con náuseas y mareos, me duele la mandíbula y mi boca manchada de rojo.