
MANÍCULA
Feudalismo de escritorio
SARA ANDRADE
Había una vez un rey chiquito que trabajaba en una oficina.
Este rey era dueño y señor de su escritorio. No había nadie más que tuviera la autoridad que él tenía sobre este vasto y bello territorio, regalado a él por la gracia de los dioses. Todas las mañanas, el rey entraba por la puerta de su oficina, encendía la luz y se sentaba sobre su trono de cinco patas y cinco ruedas. Luego, frente a sus súbditos (el lápiz bicolor, la caja de clips, la bandeja de memorándum y la taza de café manchada) el rey anunciaba los edictos del día.
—El rey desayunará sus dos gorditas (de chicharrón y de chile relleno) y beberá su taza de café Nescafé con crema en polvo.
Y sus súbditos aplaudían todos. Oh, decían, el rey siempre prioriza la salud de su cuerpo. Las plumas y los marcatextos temblaban de miedo y emoción. ¡Si tuviéramos un rey débil que no pudiera sostenernos, no tendríamos función!
—El rey saldrá al baño y saludará a todos aquellos plebeyos que pasen por mi camino. Los bendeciré con mi mano húmeda, olorosa a jabón Venus azul.
Ah, y los plebeyos de la oficina, adormilados, blandos todavía de sueño, lo saludan con todo gusto, felices de gastar tiempo también. Las notitas adhesivas y la grapadora, que viven encima del CPU, admiran esta escena. ¡Nuestro rey es tan magnánimo! ¡Nuestro rey es tan querido!
—El rey abrirá un archivo Excel y leerá una o dos palabras del trabajo pendiente. Sin embargo, es más importante para el bienestar del reino leer el muro de noticias de Facebook.
El teclado y la computadora, sus más grandes aliados, los segundos a cargo del gran reino del escritorio, obedecen con gusto sus mandatos. A ellos tampoco les gusta la tarea aburrida de las tablas, oficios y circulares. A ellos les gusta lo que ve el rey: videos de caídas graciosas y memes de propaganda política.
El día se pasa lento y satisfecho. El rey chiquito, dueño y señor del escritorio, bebe su café amargo, mordisquea una pluma Bic, que es tan feliz de morir por él, le paga 15 pesos de cacahuates al muchacho de las botanas y llena la vastedad de su feudo con las migajas de su gloriosa ansiedad y su eminente aburrimiento.
Pero hasta los reyes tienen superiores.
Así que a mediodía aparece en la puerta de su oficina, el temible Dios de la Contraloría y la espantosa Diosa de la Transparencia Institucional y, con voz de trueno, le preguntan que por qué no ha presentado sus declaraciones, que por qué no ha subido sus tablas a la plataforma de la Observancia Divina. Detrás, abriendo el cielo de estuco, aparece el Supremo Dios Jefe Directo, escupiendo fuego de la boca.
—¡Recuerda que estás aquí por mí! ¡No te ufanes de tu posición, pequeño rey de pacotilla! ¡Tiembla y teme de mi ira cada día que te sientes en ese pobre trono de plástico!
El rey chiquito tiembla y teme. La computadora, el lápiz y la goma, las hojas de máquina y los sellos de recibido tiemblan y temen junto con él. ¡Oh! Si incluso nuestro rey es sometido y vencido, ¿qué podremos hacer nosotros en contra de tal temible deidad?
En el reino de los cielos, sin embargo, ni el rey chiquito ni los artículos de oficina saben que el Supremo Dios Jefe Directo come cacahuates, pasa el día entero en Twitter y, con un poco más de sabiduría que el rey del escritorio, espera a que su propio dios, el dios detrás de la trama godín lo llame para pedirle los resultados del día, sin imaginarse que el universo que habitan es una fractal de reyes chiquitos y dioses insignificantes, pretendiendo estar en control de todo.