Por Lila Martínez
Desperté con los gritos frente a mi cara en plena oscuridad, mi piel había quedado paralizada al sentir las uñas encajar con el espejo y chocar entre mis manos. Reconocía su figura, ese pelo enmarañado, los diminutos puntos blancos que evitaban parpadear por la noche; esa voz maternal que me pedía auxilio, que hincada con las garras al borde de la cama me suplicaba arañando las cobijas que me levantase del sueño y cayera a sus brazos.
Mi respiración quieta, mis ojos aferrados, la boca seca e inmóvil, las cuerdas vocales estrangulaban el sonido que obstinaba en sacar de mi cabeza al percibir el dolor que causaba en mi cuerpo el golpe de sus graznidos; mi juicio había comenzado al escuchar cómo el cristal de los susurros se había hecho añicos al chocar con su calvario.
Tenue, mate, oscuro… era la idea, la sombra de la noche en la que la voz de mi madre se había estancado en mis pensamientos, se había acurrucado arañando cada rincón de mi cerebro; la lexía cambió, el tono disipado volvió cruel a su garganta, era como escuchar al fuego mismo quemarse y aullar de dolor, de rabia. La somnífera ilusión de esa realidad se había logrado despertar cuando sacudió la cama misma y me arrastró hasta encontrar los fragmentos de vidrio, aquellos que en silencio me hablaban para que me arropase con ellos, aquellos que siseaban cada vez que escuchaban el chillido de la criatura. Rompí mis tobillos al tocar el gélido piso que había comenzado a gritar, seguía pasmada sin voz alguna que me arrancase de ahí cuando el silencio reinó el espacio, se apoderó de la oscuridad y corrompió la estrecha escena de una mutilación sin sangre. Sentí entonces la fría punzada sobre la nuca, sobre las yemas, sobre la lengua; había comenzado a gotear el olor de una pútrida saliva en mis hombros, me escurría el escalofrío de su cuerpo acomodando las agujas en mi piel.
De intento y reojo a párpado cerrado me obligaba a sollozar por la frente, fue ahí cuando mis pupilas se despegaron pudiendo observar a ese ser inerte, a esa entidad parada… inmóvil sobre los cristales, había quedado petrificada sin razón alguna cuando escuché crujir su cuello para mirarme y rugir:
—Tú no eres mi hija.