Israel Álvarez
Un muy creativo filósofo con nombre de charola caracterizaba al ser humano como un bípedo implume. Es decir, como un animalito que posee dos patas como los pajaritos, pero sin plumas. Ese mismo filosofador representaba el alma humana como un carricoche estirado por un par de caballos alados listos para volar, algo así como los pegasos griegos, pero más automotrices. La cosa está en que desde hace ya muchos cielos en madrugada, se ha tenido una considerable admiración por todo lo que, con emplumadas alas puede volar, a consecuencia tal vez de esa permanente ausencia de revestimiento plumífero con el que el adelantado filósofo ya vislumbraba tendrían que lidiar los pobrecillos y terrenales de dos pies.
La relación humana respecto a los pajarracos ha resultado lo suficientemente habitual como para decirle normal. El cristianismo, por ejemplo, añadió un par de alitas a sus celestiales y regordetes angelitos para que anduvieran angelicando mejor. En algunas otras representaciones, también a Don Luciferino lo adornaron con un par de alotas, aunque ésas fueran más bien como de murciélago, por supuesto, no oriental, pero sí tenebroso. Dicha característica, curiosamente, lo mantuvo también como bípedo e implume. En México es todavía habitual encontrar pajaritos como mascotas y cuyas casas-jaulas cuelgan de un clavito unido a las jaulas-casas de los implumes dueños que a veces hasta les toman fotos. Cosa de preguntarle a cualquier retratador cuántos pajaritos ha fotado para vislumbrar su enjaulada experiencia.
Las aves han permitido asomar en metáforas algo oculto sobre lo humano. Dice Pedro Infante que los desconsolados andan volando bajo porque nomás no los quieren. Cuando alguien se va, o más bien antes, le tocan las veloces y fatigadas golondrinas para saber cuándo se tiene que llorar. A los abogados, representantes legales a modo, los representa un búho quesque por sabios y atentos. Cuando se ondea una verdiblaquicolorada tela, cuyo centro lleva una honorable águila devorando una serpiente, hay que ponerse la mano cerquita del corazón para hacerle más merecidísimos honores. Los pajarillos representan libertad de poder andar en planos a los que no llegan, por sí mismos, los implumes condenados, igualito que las devoradas serpientes que ni volar bajo pudieron. La libertad en cambio, tiene alas, aunque sea de a mentiritas.
Los gringos, que por cierto también honoran su tela y yanqui águila propia, dicen que hace más de cien años unos brothers apellidados Wright inventaron, o al menos patentaron, el avión. Añadiendo un par de alas de caballo a una cabina vislumbraron que la velocidad de los implumes no iba a resultar suficiente para la prisa futura. Volar hizo posible acariciar el mundo, aunque fuera nomás rápido, por encimita y sólo con pasaporte, pero siempre por el aire milagroso, justo como ese que presumen en La Rosa de Guadalupe se siente cuando algo bueno va a ocurrir. Los que sueñan que vuelan pueden sentir vértigo en la panza, ése que implica libremente caer, aunque suene irónico y suceda casi nomás en sueños o en metáforas con la realidad suspendida. De seguro en la vigilia, los menos soñadores estadistas envidien cómo rompen el aire las organizadas, autónomas y fluidas parvadas como si fueran un solo ser.
A Ícaro no le resultó tanto la efectividad de parvadas o aviones, o a lo mejor sí, pero la de los de papel, tan combustibles como una pluma de Fénix, esa especie de mítico pajarote envuelto algunas veces en fuego y otras en cenizas, que muere y renace no cada vez que quiere, pero sí cada vez que puede. Muere, vive y remuere. Así que los bípedos, pero con plumas, se volvieron, por no decir lugar común, una de las metáforas favoritas y recurrentes para los otros más pelones y menos metafóricos bípedos, dígase filósofo con nombre de charola, Pedro Infante o escritor cualquiera que pretenda escribir tonterías sobre las plumas en las alas de los pajaritos, sobre libertad, amor o sobre toda esa bola de patrañas que a veces también adoptan los cristianos, los patriotas y hasta a veces los poetas; todos desalados implumes siempre listos, sobre todo, para confrontar sobre dos pies, todas las formas que existen de no volar.