Fredy Tato Mejía
Una cora costaba la bolsa de frijoles cocidos que mi abuela vendía cuando vivíamos en Izalco. Un lugar que me parece tan lejano y perdido, no sólo por el hecho de ahora vivir en el extranjero, sino por esa costumbre construida a través de años de cambiar tanto de casa. Muchas de los jóvenes que crecimos en zonas conflictivas hemos experimentado situaciones de pérdida del arraigo territorial, debido a factores económicos, de violencia, familias conflictivas o cualquier cosa que haya obligado a nuestra familia a abandonar el hogar.
Volviendo al inicio recuerdo aprender a hacer sopa de frijoles con mi abuela; cortar los tallos de la cebolla, lavar los granos, no olvidar la sal, machucar bien el ajo, ir a cortar quilites de la cerca, etc. Todo un ritual en torno al sustento diario y el segundo alimento más importante en la comida salvadoreña, después del maíz. Aprendí a despachar a los clientes, a calcular la cora exacta con una taza de plástico, de la cual aún recuerdo su textura en mis manos, su peso, su arquitectura graciosa. Luego aprendí a no dejar que la sopa se echara a perder, a moler los frijoles para hacerlos refritos, borrachos, para pupusas, etc.
Emigrar a Nápoles es algo bien raro, hay algo que te hace sentir en casa: una ciudad sucia, con grandes diferencias de clases, antes dominada por españoles, barrios peligrosos, mercados informales, delincuencia, marginalidad, drogadicción; fanáticos del fútbol, fruta y verdura barata, alquileres elevados, playa, trabajos explotadores, pero con ciertos ejemplos de estar en el primer mundo. Dentro de la ciudad hay muchos emigrantes latinos, peruanos, dominicanos y salvadoreños, en su mayoría.
La nostalgia es un vacío que nos acompaña día a día, una sospecha de cruzar la esquina y encontrarnos en nuestro barrio de juventud, visitar a la gente que queremos, saborear los platillos maternos. Nos invade en los sueños y está presente en cada hora de trabajo, en las palabras que tenemos que memorizar, en los saludos de nuestros hermanos y en la incesante llamada de nuestras madres deseándonos bendiciones.
Como todo emigrante, traje mis maletas con la mayor cantidad de comida que no creía encontrar en este lado del mundo: queso, pupusas, rigüas, tamales. Lo terrible empieza cuando se va acabando todo y hay que ir acostumbrando el paladar y construyendo un nuevo menú con base a los ingredientes de la zona. Tuve suerte que mi madre y abuela siempre me involucraron en la cocina del hogar y de ellas aprendí a aprovechar todo lo que se tenía y a llenar de sabor y cariño el alimento diario. Empecé a aprovechar las carnes más baratas, a usar más el aceite de oliva (básico en toda cocina italiana), iba a las verdulerías a pedir las frutas y verduras señalándolas, porque no conocía el idioma, en los supermercados me veía aturdido con la cantidad de productos enlatados y que no me servían para cocinar nada que yo conociera, empecé a malabarear con ingredientes conocidos y a aprender a usar los nuevos para asemejar lo más que pudiera el gusto mediterráneo al sabor tropical de Centroamérica, sin embargo faltaba esas legumbres benditas, el gusto umami de la sopa de frijol recién hecha.
Tiempo después comencé a trabajar en una venta de zapatos para mujer, dentro de uno de los barrios más famosos de la ciudad, fundado en el siglo XV: el Borgo Sant’Antonio Abate. Mucha gente decía que por ahí se encontraban frijoles en grano, de los que hacemos nosotros, de los rojos, de seda. También se encontraba crema y otros productos de la canasta básica salvadoreña y latinoamericana, decían. Música, ventas informales, gente amena y cosas baratas, poco quedaba debiendo a los mercados del centro de San Salvador. La búsqueda empezó muy tímida, fue entrar a los negocios, mirar de reojo a las estanterías y solo encontrar pasta, pasta y más pasta. Lo que más se parecía a frijoles eran unos granos blancos con pequeñas manchas negras que venían en cajas de cartón. Esto no es lo mío, dije. Luego de unos días de explorar, me encontré con unos productos africanos que se parecían mucho a los frijoles que conocía. Compré la bolsa e hice el experimento. Nada. Muy parecidos, pero nada que ver con la sabrosa sopa de frijoles que hacía con mi abuela. Por un momento me resigné a que esto fuera lo más parecido que iba a encontrar en este país.
Siempre he sido un apasionado caminador, tanto por aburrimiento como por la emoción de encontrar un nuevo camino para llegar a casa o al trabajo y por las oportunidades que pueda haber en algún callejón sin explorar. En estas caminatas mi novia me enseñó un negocio que muchos lo conocen como donde los chinos. Al principio creía que sólo podría encontrar productos asiáticos, pero luego descubrí la riqueza que significaba este lugar. Una tienda donde se juntan una gran cantidad de culturas, idiomas y etnias, desde el emigrante ucraniano y el africano, peruanos y brasileños, salvadoreños, italianos, chinos, esrilanqueses, argentinos y más. Aquí convive el curry árabe con las salsas rumanas, la soya japonesa y los ají peruanos, la palta chilena y el arroz chino o la hierba mate con el banano costarricense. Fue en este lugar donde encontré mis frijoles, de seda, como los que cocíamos con mi abuela. A un precio no tan alto como el que cuestan en El Salvador. Producto hondureño, decía la bola. Dios bendiga a mis hermanos catrachos.
La memoria es una bestia sin perdón, no es fácil desprenderse de los sabores y costumbres que se dejan atrás, desgarrar el alma y empezar de nuevo es un proceso que lleva mucho tiempo y dolor. La ausencia de los amigos y la familia es algo que nunca me imaginé que podría llegar a dolerme tanto. Ahora encuentro en este ritual de la cocina un momento para hacer las paces con ese territorio que abandoné. Harina de maíz colombiano, aguacate chileno, ajos y cebollas italianas, crema rumana y el recuerdo de una tarde con mi abuela cociendo frijoles en la vieja olla tilosa de siempre.