Luciana Loera
Hace justo un año recibí por correo tradicional Fuego a voluntad de Fernando Carrera; además de los poemas, venía con augurios de “compartir la fatalidad del llamado y el dolor de vivir todos los días: el milagro cotidiano”. En verano de hace un año, el mismo mes en el que estamos ahora, tomé el libro y lo leí una tardenoche de lluvia, tenía una taza de té de lavanda y alrededor de mí se sentía la estabilidad de quien se siente dueña de esa cotidianidad.
Recuerdo que me gustaron los poemas, pero la fuerza de algunos versos me hicieron musitarlos para paladear la cadencia de los silencios, las imágenes que tanto me obsesionan sobre las olas, las ausencias y los mares, las despedidas y el lúgubre sentimiento que permanece a quienes sobreviven: “Fer es un sobreviviente”, pensé; sin embargo, nunca hablé con él —pese a las promesas de hacerlo— acerca de los nombres velados, deidades trasfiguradas en los clavos de Cristo y en las peticiones de agua.
Hace un año, la lectura fue acompasada, sigilosa, como las patas de un gato montés que camina entre la maleza en busca de verdades. Un año después me encuentro frente a ambas ediciones, comparando las experiencias y pensando en lo mucho que abrasa el fuego que sale de mis manos. Porque encuentro, además, una voz resignada, pero que maldice entre dientes los destinos porque sólo un hijo abandonado en el Calvario puede entender la frase mítica que danza en el vaivén de la tristeza y el dolor: “pregunto / a ti que me abandonas / ¿sabías de mi locura?”.
El mundo simbólico que habita este libro es extenso, tiene la bastedad de los pasos que se han dado alrededor del fuego, de las infinitas distancias que recorre un escarabajo que —como todos— arrastra delante de él “su promesa de excremento”. Sin embargo, las palabras, pese a las múltiples cargas de significado, no viajan desde la pesadez de una escritura pretenciosa, su única presunción es la honestidad con la que golpean los versos de los desvalidos que “se saben vivos en medio de la devastación”.
El dolor de la carne, el extravío, los marrones que predominan en los claroscuros, olores, gustos y lenguas se conjuntan, para declarar el agotamiento en las vigilias, los sueños que dejan sin palabras a los poetas, porque a veces cuesta el camino en la pendiente y encontrarse en el soy y no soy, eres y no eres, somos y nos nulificamos.
En Fuego a voluntad, Fernando Carrera nos toma de las manos y nos pide que escuchemos, pero no retornemos la mirada, o al menos así se siente el presagio de las páginas que habitamos, descender entre el fuego y el infierno e intentar hablar como los sabios que poseían lenguas de fuego, pero a sabiendas de que a veces ni siquiera nuestra mortal lengua de carne alcanza para nombrar la verdad, siquiera rozarla con la punta de las yemas.
Y así, entre el silencio y la anquilosada piedad, el autor nos regala una preciosa postal sin tiempo, con múltiples lecturas del antes y del hoy, nos obsequia con un espejo que nos regresa una mirada triste o enojada, resignada y maliciosa, inocente y con hambre. Una mirada cuyas palabras no bastan para traducirse en un texto de presentación, pero que alcanza para penetrar el interior y, tras mullir, quedarse en un tren que carga con cosas comerciales, incluyendo —por supuesto— el amor.
Fuego a voluntad, estructuralmente, se divide en seis apartados: “Un lenguaje de transfiguraciones”, “Certeza de la devastación”, “Las piedras de la noche”, “Flor de los adentros”, “Una luz hasta ayer desconocida” y “El indomable rojo”. Los nombro simplemente porque esa certeza que afirma en el título de su segundo apartado es la prueba tangible de la contundencia con que cada palabra, guion, espacio y viento se acomodan a lo largo del poemario. Porque les asegura una lectura de placer, una lectura de consuelo y devastación, una lectura de luz y transfiguración, porque les auguro que —como yo— han de topar con el milagro cotidiano.