
ADSO E. GUTIÉRREZ ESPINOZA
Escroleamos para llegar a ningún lado —igual que utilizamos vocablos en inglés, o construcciones bizarras entre ese idioma y el nuestro, cuando, en realidad, solo nos falta echar una mirada a los diccionarios, existen palabras en nuestro idioma que significan “eso” (scroll eterno: desplazamiento sin sentido)—. Vivimos en la era del escrolleo eterno y donde la redención dura lo que un meme de moda y la condena llega en forma de hilo de Twitter (o X, si alguien aún se atreve a callearlo así). O en un extenso video subido en YouTube o una colección de videos en TikTok, en donde se hace gala de la ignorancia (a veces, en raras ocasiones, ocurre lo opuesto).
Vivimos en la era del escrolleo eterno y el funar (y, de vez en cuando, el doxeo —como el caso de cierta figura literaria pública que, sin pruebas suficientes ni una argumentación jurídica sólida, que suele abundar en estos terrenos, compartió en sus redes sociales información personal de un joven, a quien acusaba por un conflicto menor [una acción que terminó por restarle credibilidad a ella misma, al haber omitido los canales adecuados para resolverlo]—. Funar (to expose, to cancel, to dox [en el peor de los casos]) se ha convertido en: “el Verbo”, como diría un evangelista con WI-Fi (perdón, Juan 1:1-3); un linchamiento pixelado con hashtags y emojis (mediático, no tanto como las medias de nuestras abuelas), donde el juicio es público, sumarísimo, y, por supuesto, irrevocable (esta palabra, cada que la escribo, tiendo a imaginar que es dicho por el rey Harold, en un ataque de pánico). Pero ¿qué significa realmente ser funable, o ser material del funar?, ¿qué oscuras verdades revela ese verbo que parece inventado por un adolescente digital con más entusiasmo que criterio y Wi-Fi ilimitado?
Lo funable no solo es lo reprochable: es lo vistosamente reprensible. ¿Recuerdan aquel caso viral de una profesora de secundaria que fue señalada por presuntamente tener relaciones con estudiantes? Luego se supo que los jóvenes, mayores de edad, intentaban chantajearla. El escándalo ya había explotado, por supuesto. Y sí, hay casos reales y gravísimos, donde docentes abusan de su poder —en especial sobre menores—, pero también existen situaciones más ambiguas, donde la verdad se disuelve entre el ruido y la indignación digital.
No basta con haber hecho algo mal (o algo que parezca malo). Hay que haberlo hecho con la suficiente torpeza estética como para provocar indignación viral. Hay pecados que se perdonan —infidelidades, plagios, chantajes, charlatanerías e incluso una que otra evasión fiscal si se tiene carisma o cuenta verificada—, pero hay otros que condenan al ostracismo digital eterno. Ayer, por ejemplo, grabé un video motivacional diciendo que “la derrota es una ilusión capitalista” tras perder una competencia de natación (solo por un golpe en el pie que me volvió lento). Mi tono era tan épico y ridículo que por poco lo subo con música de Hans Zimmer. Por suerte, nadie lo vio. Esta vez.
Lo divertido del asunto es que también soy funable en potencia. Yo seguro tengo ese tuit viejo una foto comprometedora, tal vez alguna foto desnudo, un gusto musical discutible (pero no es Taylor Swift, eh). El pasado me persigue como un algoritmo celoso —cada tanto Facebook me recuerda mi pasado, leo unos comentarios y me digo: “a veces era un estúpido”—. Basta con que una ex compañera de prepa reviva mis gloriosos pininos de adolescente indignado —como aquella vez en que una profesora perdió mi examen (¡lo perdió, no lo reprobé!) y, en vez de asumir el error, me obligó a presentarlo de nuevo. Yo, noble víctima del caos burocrático escolar, reaccioné como todo prepo sensato: la insulté en un tono digno de telenovela de las tres (¡vaya ñoñazo con ínfulas de justiciero académico!)— para que el próximo lunes amanezca siendo trending topic.
En el juicio virtual, no hay abogado defensor (incluso ellos son funables, como el caso del abogado que defendió a un cliente falsamente acusado de violencia por una estudiante que solo quiso ser popular), y el jurado son veinte mil usuarios con insomnio, Wi-Fi y mucha miopía. Lo digo en serio, aunque suene a broma: funar no es justicia, es espectáculo. A veces necesario, a veces cruel, casi siempre viral.
Sin embargo, lo funable requiere cierto tacto, cierto arte. Requiere narrativa: una buena denuncia (sin importar si es o no cierta), necesita ritmo (el puro chisme), pruebas (screenshots, videos y memes [aunque ya hay softwares que falsean conversaciones de WhatsApp y se pueden hacer mensajes falsos para fortalecer los argumentos]) y, si se puede, un poco de edición visual (pa’ eso están las IA).
¡Cuidado! Quien funa hoy, tal vez sea funado mañana, como me pasó. En este juego, nadie queda limpio (el que se sube, se pasea, y no se baja hasta que vomite). Tal vez lo único que nos salve sea la confesión preventiva (confieso haber tomado el lápiz señalador del profesor y lo escondí). Aunque también es sano reírse de uno mismo, de declarar nuestros pecados como monjes sobre esos muros virtuales. Declarar públicamente nuestras ridiculeces: “Yo, quien escribe, en 2012, compartí una canción de Taylor Swift con sinceridad. Que el algoritmo (y la funa) me sea leve”.
Pero en la funabilidad hay un consuelo: nos (des)humaniza. Nos recuerdo que somos (in)falibles, (contra)dictorios), a veces (pa)téticos. Que la cultura de la cancelación no es solo castigo, sino un espejo de lo terrible que podemos ser. De lo estúpido y miopes que podemos ser. Y que si nos vamos a juzgar, al menos lo hagamos con estilo, con ironía, y ojalá, con algo de compasión.
Y si mañana me funan por escribir esto, que sea con memes buenos, hashtags creativos y, ojalá, un poco de contexto [tomo tarjeta de perrito contextualizador]. Como dijo nuestro filósofo más filoso, Bad Bunny: “yo hago lo que me da la gana”… pero con ortografía y autocrítica, en caridad de Dios.
Nota del autor: los casos aquí descritos han sido adaptados o ficcionalizados con fines críticos y reflexivos. No representan hechos exactos ni acusan a persona alguna.