J. LUIS CARVAJAL
Hay libros que uno lee cuando no debiera. Otros, que no lee uno cuando más debiera. Hace cinco años, por ejemplo, yo no hubiera debido leer Diario de lo deshabitado (Universidad Autónoma de Aguascalientes, 2018), de Patricia Ortiz Lozano. Lo digo porque entonces yo sufría una dolencia similar a la que narran esos poemas, y hubiera sido masoquista confrontar mi herida amorosa ante semejante espejo. O quizás sí debí leerlo, si el duelo de la voz poética, al resonar en mi pecho, hubiera diluido mi propio duelo, como lo hizo un poemario de Manuel Scorza, Los adioses, que en aquellos días releí enfermizamente y que ahora soy incapaz de evocar sin que me cale. Aunque, a diferencia de Scorza, que sólo quiere decir adiós en todos los tonos posibles a su ex amada, las intenciones de Patricia Ortiz Lozano son menos corteses y más pasionales: “La palabra será daga / silencio y furia en el cuaderno. / Diré el dolor sin ocultarlo / para que se haga humo / y me abandone”.
En desorden cronológico, escritos con pasión muy franca y admirable oficio, los poemas de Diario de lo deshabitado llevan por título la fecha en que fueron escritos y se agrupan en cuatro partes que se corresponden con las etapas de una pérdida amorosa.
En la parte I, (Nombrar a la enemiga) la autora obedece el consejo de Olga Orozco, la poeta argentina citada en el epígrafe (“Nómbrala con el nombre de lo deshabitado. / Nómbrala. / Nómbrala con el frío y el ardor”): se trata de invocar a la otra, a la Enemiga, a la mujer que la despojó de su amado con hechicerías y elíxires: “Te nombro y te destruyo / jinetera en desventura / que montas el caballo falso / del deseo vedado / y transitas los caminos que yo dejo”. Satisfecha o postergada su furia, en la parte II (Nombrar al desterrado) la autora dirige sus versos contra su amado, el hombre que la dejó de amar y que planeó con cálculo atroz su abandono: “por qué no lo dijiste. / Por qué elaboraste historias falsas / edificaste ruinas / que luego coloreaste con los tonos del olvido”. En la parte III (El humo y el olvido), se asoma la serenidad detrás de ciertas frases: “Mereces mi silencio / pero la palabra es todo lo que tengo / mi basta posesión”. Esa serenidad, por desgracia, es ilusoria, y el libro no tiene final feliz. En la parte IV, la autora se dirige a Olga Orozco para agradecerle sus versos, que la han acompañado durante su quebranto, pero aprovecha también para expresar su desilusión: “No hay palabras / no puedo nombrar / es falso lo que has dicho / la poesía nada cura / nada hace / es sólo un astilla / que penetra lentamente / la carne frágil / de cada corazón”.
De primera impresión, este reclamo parece injusto. ¿Por qué pedir a la Poesía que cure los estragos del Amor (o de la Locura o de la Muerte), si bastante trabajo tiene revelando esos estragos, haciendo visibles sus causas? Y algo similar sostiene Olga Orozco, citada por la autora: “El amor se cumple por sí solo y no necesita ninguna derivación ni en la palabra ni en la escritura […] He escrito al amor cuando el amor pasó. / He escrito al fracaso del amor”. En otras palabras, la Poesía no tiene por qué curar el amor si su deber es cantarlo, invocarlo (y así deshabitarlo). Nombrar la herida para mantenerla vigente, no en el corazón de quien la ha transcrito, sino del lector o la lectora que más la necesite.