MAR GARCÍA
Quizá desde la primera vez que todo aquello indescifrable se presentó ante sus sentidos. Las palabras atravesaron el túnel de lo abstracto el día en que se halló en el centro del Universo aún con la humanidad cargada a su espalda, no podría soltarla sino hasta su última muerte.
No estaba lista para atravesar el umbral, para conocer el mito de los orígenes, el cimiento, la piedra fundacional de esa congregación cuya más alta pretensión era la búsqueda de la verdad. Y es que la construcción de un mito siempre remitía a otro, aunque en medio se hallasen siglos de diferencia.
Sabía bien que en toda biblioteca hay una parte reservada, prohibida, a la que sólo se puede acceder si se conoce alguno de los sellos. Los destellos del germen esotérico que habían circulado en los textos de ocultistas, en los tratados bibliográficos de los iniciados, en el libro sagrado, le anticiparon la espera.
Recorrió desiertos, orillas junto al mar, pasillos oscuros o iluminados por la verde luz de las velas, del rojo profundo del sol, del núcleo de la tierra. Se convirtió en verde-vida, en verde-muerte, en rama, en césped, en moho. Se dejó enterrar hasta que sólo quedaron los huesos, no era casualidad el cúmulo de símbolos extendidos en las vestiduras de su maestro.
De entre todos los viajes, circular en torno a la traición la devolvió al centro del Universo, a pensar en las medidas del infinito, en la reconstrucción de la materia una vez que ha pasado por todos los estados posibles, por todos los estados conocidos. Asumió su papel como traidora, porque no sólo quien no sabe quiere saber, porque no sólo quien adula responde a intereses vanos, porque en el deseo vehemente de mirar a otros hacia abajo, la parábola se hizo carne.
Nunca es fácil volver a morir, en cada muerte llamó a la ausencia, liquidó la parte propia y ajena. Las entrañas le revoloteaban, pudo haber dicho más que un sí o un no, pudo haberse lavado las manos, ¿cómo saber si había fallado en los misterios que encerraba aquella examinación espiritual?
Era él, él era ella, al intentar tocar sus índices, las ráfagas de lo impronunciable llegaron hasta el tuétano. Murió y logró elevarse, desprenderse de las raíces. Se cortó la garganta, se arrancó el corazón, se partió en dos. Cuan sublime es volver a morir, muerte por traición, muerte por transformación, muerte por renacimiento.
Después del peregrinaje, encontró una sombra bajo el verdor de una higuera.