DAVID CASTAÑEDA ÁLVAREZ
En su famoso libro sobre los laberintos, Paolo Santarcangeli dice que esa palabra –en una de las acepciones– proviene del griego labrys, la cual denominaba un hacha de dos filos. Dicha arma semejaba la cornamenta de un toro. Por extensión, el laberinto es el lugar donde habitaba la mortífera bestia que azotó a los atenienses: el Minotauro. En un sentido más profundo, el laberinto es el espacio donde habita aquella muerte de doble filo.
Por otro lado, el laberinto en realidad servía como cárcel. Fue un encargo que solicitó el rey Minos a Dédalo, constructor de artificios. Salvo el arquitecto, nadie más sabía cómo salir de allí. Si recordamos el mito, Dédalo y su hijo Ícaro escaparon del edificio con la ayuda de otro mecanismo complejo inventado por el mismo Dédalo: alas de cera. Ambos volaron por los aires, pero Ícaro, desafiante a las órdenes de su padre, se acercó demasiado al sol y cayó en el mar.
La figura del laberinto es sumamente poderosa. Se ostenta como un arquetipo de misterios cósmicos y terrenales. Además del artificio, la cárcel y la muerte, el rodeo y las bifurcaciones de sus caminos representan otros elementos como el extravío (físico, moral y espiritual) del ser, la idea del sacrificio y del esfuerzo, el autorreconocimiento e incluso la diversión y el goce. Por lo mismo, su diseño ha cautivado a hombres y mujeres artistas y letradas de todas las épocas.
Borges, por ejemplo, construyó sendas narraciones en torno al laberinto. Quizás las más conmovedora sea “La casa de Asterión”, donde el minotauro “apenas se defendió” de la espada de Teseo. Si vamos más atrás en el tiempo, recordamos obras como la Divina comedia o el Sueño de Polífilo. Ni hablar de las pinturas, emblemas, imágenes, mosaicos, etc., los cuales datan desde que se creó el mito griego.
En la literatura, el laberinto descansa en los contenidos y en las formas de las piezas que han querido tomar su modelo. Es decir, algunas obras son laberínticas desde la construcción interna de sentido, y otras desde su figura más visible. En el Barroco (de todas las latitudes) se practicó el diseño de poemas visuales que representaban en su figura, en efecto, un laberinto. Hubo otros que su estructura laberíntica la representaban en la dificultad y recorrido de la lectura. A veces iba de derecha a izquierda, de arriba abajo, diagonal, retrógrada, palindrómica, etc. Son los abuelos lejanos de los caligramas modernos que conocemos ahora por Apollinaire.
Si hacemos una analogía con este tipo de expresiones en México, podríamos decir entonces que, por ejemplo, Ramón López Velarde fue un Dédalo de laberintos conceptuosos, mientras que José Juan Tablada lo fue de formales. En la poesía, todo laberinto busca encubrir y ostentar mensajes, al mismo tiempo, en un complejo juego del ingenio. Se encubre la melancolía con grafías, ideogramas y otras figuraciones.
Quien entra al laberinto se enfrenta al camino errático. Nadie sabe si en el centro aguarda el minotauro con su hacha de doble filo, o bien, el más terrible de los vacíos. Como en todos los grandes mitos fundacionales (los griegos, mis favoritos), lo único que vale la pena es el recorrido. Podemos entrar a edificios reales o imaginarios y bifurcarnos el espíritu en ese andar. Para nuestra fortuna, tenemos laberintos en el arte y la literatura. Es en el centro de aquellas construcciones donde nos extraviamos, pero nos reencontramos.