Por Alberto Avendaño
Comencé a escribir mis primeros cuentos gracias a un taller literario, también ahí descubrí que lo que quería era escribir poesía y no narrativa, de esto hace pocos once años. En este tiempo recorrí tres talleres: el primero con Bardo Gama como coordinador, el segundo con Juan José Macías y el tercero con “Los hijos de Alicia”. Aprendí muchas cosas en los talleres, al principio, como todos sabemos, es duro afrontarse a la crítica de los compañeros, pero es necesario para identificar nuestros errores y para saber qué tanto de lo que escribimos vale la pena. Uno agarra disciplina también al tener textos por encargo, y la emoción de llevar cada vez más pulido el poema es como encontrar las llaves que tenemos horas buscándolas. Se hacen buenos amigos en los talleres y uno comienza a comprender muchas cosas que serían confusas sin ayuda. Pero no todo es color de rosa, muchas veces más que mejorar los textos se arruinan con las críticas de otros novatos carentes de las suficientes lecturas, también uno se siente tan a gusto que se vuelve dependiente del taller. Conozco escritores ya publicados, con lectores y algo de prestigio que se sienten incompletos si sus textos no llevan un tallereada aunque sus textos no lo necesiten. No digo que no sea bueno tener a nuestros lectores de confianza que nos hagan sugerencias —Rulfo tenía a Arreola, por ejemplo—, pero en eso debería quedar, en un solo lector de confianza. El exceso de opiniones más que contribuir confunde.
Afortunadamente en algunos de los talleres de mi ciudad los talleristas son conscientes de que los alumnos, en algún momento, deben de perder el miedo a sí mismos y confrontarse, así que cuando cumplen muchos años asistiendo los corren. Al final uno debe de tener la madurez suficiente para decir “ya estuvo, ya no hay nada más que aprender aquí” y agarrar nuestros textos para comenzar los siguientes retos.
En mi primer taller sin duda descubrí que la literatura es un arte de nunca acabar, uno no deja de ser el alumno, siempre es el aprendiz y los maestros son todos los escritores buenos o malos que existen (incluyéndonos), a los malos se les aprende qué no hacer y a los buenos nunca se les termina de asimilar. En mi segundo taller comprendí que hay que soltar, salir de la zona de confort para poder arriesgar sin miedo, tomando al toro por los cuernos es como llegan las publicaciones. Y en el último taller que estuve la verdad no aprendí mucho, más que nada iba para hablar de literatura con mis amigos y para pistear con los mismos. La mayoría de las personas que fueron mis compañeros de talleres no han publicado en otro lado más que en revistas digitales pequeñas, pienso que es por el mal que les hizo el taller, tanto tiempo fueron alumnos que en el fondo aún no se creen que sean escritores.
También los talleres se han vuelto una especie de estafa piramidal, uno comienza a ir como alumno y al pasar de los años, se sea buen escritor o no, se tengan lectores o no, uno se vuelve tallerista. Ahora las redes sociales están llenas de publicidad de gente ofreciendo talleres de escritura, formando, más que escritores, futuros maestros de taller y no digo que sea malo, sólo me parece curioso. Uno quiere ser escritor y termina como maestro.
Siempre he tenido la duda de cómo hubieran sido los clásicos tallereados. Imaginen una tallereada al Ulises o al Quijote. Seguramente se hubieran arruinado muchos grandes textos. El taller siempre debe de ser un impulso para el principiante, no para quien ya domina, aunque sea un poco, el oficio de escritor. Por otro lado, han salido buenos libros de muchos talleres, muchos de los que se lee en México de literatura contemporánea son producto de talleres o de tutorías FONCA O FLM. Se suele decir que el oficio de escritor es solitario, pero en México parece que no, más bien es colectivo. Uno de los grandes libros de la literatura universal que fue producto de una tallereada es La tierra baldía de T. S. Eliot, sin las correcciones de Ezra Pound no sería ese gran poema que conocemos. Es una moneda al aire saber qué tanto bien o qué tanto mal nos harán los talleres. Cuando dé uno no olviden llevar caguamas.