Por Marco Alexander Hernández González
Viviendo o sobreviviendo en grandes junglas de concreto, confinados a jaulas de cuatro paredes, buscando ser de aquellos pocos afortunados que ven absolutamente todo por encima. Algunos buscan un propósito, otros ya lo tienen firme; la mayoría de éstos viven como se les dice que deben hacerlo y llegan al final de su existencia sin haber hecho algo realmente significante.
Entre todos estos hombres había uno en particular, resaltaba a pesar de la similitud con los demás. A este singular personaje le llamaré El Errante. Este hombre había cumplido todo lo que se había propuesto, estaba, a decir verdad, en el clímax de su vida.
De pronto una mañana, al abrir los ojos y observar fijamente el techo durante unos cuantos minutos, se dio cuenta de que ya no tenía un porqué para seguir despertando día tras día.
Lo que muchos buscan, él ya lo poseía; lo que muchos sueñan, él ya lo vivía. No le hacía falta absolutamente nada, no le faltaba abrigo ni alimento. La jaula en la que vivía era linda, podía ir a cualquier lugar del mundo en el momento que él quisiera.
En variadas ocasiones había sentido lo que podría considerarse amor, había disfrutado el sexo y todo lo que eso conlleva. En pocas palabras, podría decirse que tenía absolutamente todo lo que se puede tener en esta vida.
Aun así, y a pesar de tenerlo todo, sentía un vacío dentro de sí. Intentó llenarlo con los placeres banales que se suelen utilizar. Bebió hasta el cansancio y consumió hasta el exceso todas y cada una de las sustancias que se podían comprar. Estuvo con una y mil diferentes personas. A pesar de todo, aquel vacío, no se llenó.
Ni el conocimiento, ni las personas, ni la bebida. Absolutamente nada podía llenar aquel vórtice interior. Poco a poco eso creciente dentro de él, hizo que comenzara a asquearse del mundo y de la gente que lo rodeaba. Cada vez era más huraño, cerrado ante cualquier cosa o experiencia que llegara.
Como si de un agujero negro se tratara, comenzó a encerrarse dentro de sí mismo. Poco a poco se consumía, se destruía. Odiaba cada día más esa jungla que habitaba, esa jaula, ese trabajo y esos pensamientos. Sentía que lo había consumido el aburrimiento y la monotonía pues, en su cotidianidad, no había ni una sola variación notable nunca.
Un día, en uno de sus clásicos recorridos del trabajo a su jaula en el vagón, juzgó a cualquier ser que se le atravesó, cruzó miradas con un par de ojos que lo dejaron completamente helado. Aquello que había sentido en los últimos meses, de forma abrupta, paró.
El tiempo parecía ir más lento mientras se sumergía dentro de aquellos profundos y oscuros ojos. Aquel vórtice, de repente se había detenido. El odio había desaparecido. Su quieto corazón comenzó a explotar. De pronto, lo único que quería hacer era ir y hablar con ese ser que portaba aquellos hechizantes ojos.
Después de lo que parecería una eternidad en aquel cruce de miradas, el tren marcó su parada. El Errante quiso correr para alcanzar ese ser que provocó, con una sola mirada, que la vida completa tuviera sentido. Luchó con todo su cuerpo y sacó fuerza desde lo más profundo de su ser para alcanzarla.
Ella se había perdido en la inmensidad de entes caminantes, aun así, no desistió.
Su deseo por alcanzar a ese divino ser, hacía que brotara de sí una inimaginable fuerza. Tras algunos golpes, tropiezos, empujones y malos entendidos, la mano de El Errante tocó el hombro de aquel ser. Entonces, como si de un acto de magia se tratara, el tiempo paró.
Demaciado bueno entretenido y da un gran sentido a como somos las personas en esta vida el escritor le sabe👌🏽