Alberto Tagle
En 1987 Vilém Flusser ensayó, en ¿Tiene futuro la escritura?, sobre las condiciones de posibilidad de la escritura en un entorno mediático donde la computación opera como un devenir calculabilidad de la escritura misma. Para Flusser parecía que las expresiones alfabéticas –portadoras y formadoras de significados– en su remediación, o traducción si se prefiere el término, en código binario encontraban vías de trasmisión mucho más eficaces. Pero la escritura en código, por más que su apariencia pudiera indicarnos lo contrario y funcione bajo condiciones sintácticas comprensibles para nosotros, no opera bajo los marcos del significado. La escritura en código, en cuanto información digital, determina instrucciones y caminos que deben ser procesados; muestra que la escritura puede tomar vías de sentido que no necesitan del significado para operar. En este sentido, Scott Lash comprende, en su Crítica de la información, que la desmedida aceleración y crecimiento exponencial de la circulación de la información comprimen tanto el espacio y el tiempo a un grado donde la reflexividad, el intento de compresión pausada, se torna humanamente imposible en cuanto estamos adheridos a un régimen de violencia comunicacional inmediata que no necesita de argumentos legitimadores. Es decir, las escrituras, en su heterogeneidad, pueden tener formas de iterabilidad que no apuntan a la comprensión humana: la escritura puede ir más allá de lo humano mismo.
Por otra parte, uno de los cuestionamientos que se hace Claire Clorebrook es: ¿qué pasado y qué futuro podemos visualizar a través de las escrituras, entendidas como huellas fósiles, en un contexto de inminente crisis climática? Si tratamos de enmarcar nuestra existencia, desde el concepto de especie, como una suerte de brevísima singularidad al ceñir al mundo y su pasado como un archivo, en una suerte de giro geológico respecto de la comprensión de la propia actividad humana, pareciera que las formas que puede tomar nuestra escritura, en cuanto registro, tampoco discurre inherentemente por las vías de la intencionalidad. Si como Clorebrook entendemos al Antropoceno como el concepto biopolítico por excelencia, la escritura fósil –evidentemente asémica– se inscribe materialmente en los despojos y consecuencias que ha dejado, y dejará, nuestra relación instrumental con la materia misma. La escritura del Antropoceno es una escritura residual que subsume dentro de sí cualquier importancia que pudiera tener una visión de la escritura como forma de intencionalidad.
En términos de percepción, parece que sólo podemos autorar escrituralmente lo legible o lo perceptible cuando existen escrituras tan técnicamente mediadas o tan enmarcadas en tiempos tan profundos que son inaccesibles para la vitalidad humana. Puede que las escrituras posthumanas –como el discernimiento de que las formas posibles que tiene nuestra inscripción textual no muestran la expresión lírica de un yo en cuanto siempre estamos enredados social, tecnológica, materialmente, etc.– sean una forma de bisagra o una suerte de agotamiento que servirá para ser capaces de imaginar la autoría de las huellas no-humanas en un planeta donde la propia huella humana cubre toda nuestra esfera, donde lo que se autora no es producto u objeto sino más bien residuo como una suerte de inscripción que puede ser rastreada material, espacial y temporalmente. En este enclave de crisis climática prácticamente inminente, parece que las formas por las que entendemos la autoría nos serían más útiles estando cerca de la noción de responsabilidad antes que de la de propiedad o creación intencional.