Por Sara Andrade
Llega un momento en tu vida cuando te das cuenta que el resto de tus días es sólo un bucle de los que has tenido antes. Ya no hay novedad posible. Del invierno sigue la primavera, del día sigue la noche. Cada cuatro años hay una Olimpiada en algún lugar del planeta y cada miércoles te sale una cana nueva en la cabeza. Parece que no hay nada que te pueda sorprender sobre los hechos de la vida y es cuando adquieres ese conocimiento pesimista que sólo se adquiere con la experiencia: que si bebes vodka con jugo vas a tener la peor resaca, que no le creas nada a esa persona que te dice que morirá por ti, que declares a tiempo tus impuestos si no quieres problemas. Parece que lo que aprendes con el tiempo es a ser infeliz y que lo dejas atrás, junto con la infancia, es la inocencia del optimismo perenne.
Me sucede algo parecido pero trasladado a los límites de la ciudad. Cuando tenía 15 años, salir a recorrer las calles de Zacatecas me provocaba la ilusión de un descubridor del 1500, buscando tierras vírgenes a través de mi catalejo de oro. Mi mundo era grandísimo, inabarcable, lleno de secretos y misterios. Cada calle me parecía nueva, a pesar de haber estado ahí por más de 300 años. Cada plaza y cada parte eran como un país nuevo y yo, su conquistadora indiscutible. Sentía que nada era real, sino hasta que yo lo veía y lo resignificaba con mi mirada atenta.
Sin embargo, ahora, con el doble de edad, me parece que recorro la Avenida Hidalgo con dos pasos y que, en lugar de maravillarme, me constriñe la ciudad que ha sido mi hogar durante toda mi vida. ¿Qué misterios puede tener esa fuente, esa fachada, que he visto todos los días durante 30 años? ¿Qué emoción puede existir en lo cotidiano, en lo constante, en la sucesión perpetua de los días que son iguales a los del año pasado?
Así que me detengo, en medio de la calle Allende y extiendo los brazos como una lunática. Es de noche, está lloviendo y no hay nadie más que yo, una pareja de noviecitos que se están besando bajo la lluvia y están tan felices ante el hecho de que esto es absolutamente romántico y no vergonzoso. En el pasaje Genaro Codina, una familia de turistas nos ven a los tres, riéndose, felices de ver a tres locos olvidar las leyes del tránsito y el sentido común, en pos de un minuto de liberación, de iluminación, del nirvana que se puede adquirir una noche de lluvia en Zacatecas.
Pienso que tengo que imaginarme feliz, como los novios besándose, como la familia riéndose y tomando fotos. Pienso que tengo que creerme que lo visto y lo escuchado y lo transitado es nuevo, todas las veces que lo veo, a pesar de que permanezca igual. Concluyo que yo también tengo la oportunidad de volver a re-aprender el optimismo de los niños.