SARA ANDRADE
A veces un drama de Internet es tan patético, tan poco importante que no puedo evitar preguntarme si no será este un psy-op para distraernos de que Black Rock está planeando privatizar el agua dulce para vendérnosla a sobreprecio. Luego pienso que, quizá no, que quizá a las personas nos encanta eso de enredarnos en asuntos minúsculos, que la actividad favorita del humano promedio es la del ahogamiento en un vaso de agua.
Sin embargo, con todo lo que se ha dicho y hecho sobre la infame película francesa Emilia Pérez, no puedo evitar pensar que éste es un ataque psíquico fabricado específicamente para desestabilizar al mexicano promedio. Nos vieron absolutamente Claudia Sheinbaum-pilled y la cabal de poderosos roba-agua-clara decidieron nerfearnos.
Porque les voy a ser sincera: no me interesa Emilia Pérez. No me interesa un director fránces que no tiene idea de nada, no me interesa el acento de Selena Gómez ni si Karla Sofía Gascón merece o no el Óscar. No me interesan porque su existencia no afectan mi vida. En cambio, me interesa la vida de mis amigos y de mi familia y de mis compañeros de trabajo porque las cosas que piensen o hagan me conciernen directamente. Lo que hagan, me mueve a mí. Si un millonario sube una historia llorando por los pobre latinos deportados, yo no siento nada. Ni lástima ni furia. Una celebridad no tiene la capacidad de hacerme sentir nada.
Y esto es algo que yo hago de manera consciente, en una especie de separación radical en contra del culto a la celebridad que plaga nuestra cultura. Muchos parecen más afectados por los que Elon Musk pueda publicar o no que de lo que sucede en sus círculos cercanos. Y yo no quiero estar poseída por esa especie de ceguera empática, que me hace gastar mi tiempo y mis emociones en cosas que no importan para nada.
Y, sin embargo, aunque no comparto la indignación de la gente que tiene por Emilia Pérez, también entiendo por qué se han sentido tan ofendidos por su existencia. Entiendo perfectamente la disonancia de verse suplantados ante una imagen falsa, de buscarse en un producto cultural que promete fiel representación y, en cambio, encontrar burla y descuido. La identidad mexicana se reafirma gracias a estos símbolos que consideramos muy nuestros: la comida, la música, los territorios, los personajes míticos y la violencia también. Una violencia que, aunque denunciamos todo el tiempo, hemos considerado que no puede ser objeto de análisis y crítica fuera de México. Es algo que he visto en redes también: repudiamos al narco, pero cuando Estados Unidos lo declara como una entidad terrorista, nos indignamos.
Todo esto lo veo con una especie de incredulidad, con una indiferencia que considero necesaria para sobrevivir. En tiempos de la “verdad alternativa” no me queda de otra. Pienso y repienso la discusión sobre si Emilia Pérez es lo peor que nos pasó como mexicanos, pero también analizo y me separo de las aseveraciones que hacen los gobernantes de Occidente. No me creo las bravuconadas de Trump, pero tampoco las ignoro, porque sus políticas afectan directamente a mi familia, a mis amigos y conocidos, que por lo tanto me afectan directamente a mí.
Lo que sucede, y ahí creo que radica el asunto, es que hemos equiparado los sucesos políticos con dramas de Internet. Tal parece que preocuparse sobre la deportación violenta de los migrantes indocumentados es tan patético como preocuparse sobre si Selena Gómez llora en Instagram.
Yo no lloro. Tomo acción directa. Espero que el resto de los mexicanos lo hagan también.