A Camila, con el cariño y los zapes propios de su hermano; y cuya afición inspiró esta columna.
ENRIQUE GARRIDO
Cuando desperté una mañana, después de un sueño intranquilo, me encontré sobre mi cama convertido en un monstruoso parásito, en realidad, todos lo somos…
En la ceremonia de los Óscar de 2020 se abrió una brecha que parecía imposible. Para Hollywood, una película no expresada en la lengua de Shakespeare no era digna de reconocerse como mejor película, por ello crearon la categoría de “mejor película internacional”, pues sólo hay dos: las de ellos y las de los demás. Sin embargo, vino un coreano con una crítica al sistema, a la división de clases, así como la ignorancia, astucia y el engaño como motores de desarrollo y ascenso social. Parasite retrata a una familia de clase baja, la cual poco a poco va entrando a una casa de una familia acomodada. La cinta de Bong Joon-ho ganó cuatro estatuillas, destacando “mejor película” y “mejor película internacional”.
Parasite, dentro de toda su genialidad inscrita en frases como “¿Sabes? Diablos, si tuviera todo ese dinero. ¡También sería amable! ¡Incluso aún más!”, nos plantea una idea que me parece perturbadora, pero innegable: todos somos unos parásitos. La familia pobre que vive a costa de la rica, ésta a costa de todas las pobres, y un largo etcétera, donde la constante son las relaciones de poder establecidas entre las distintas clases, aunque no sólo en lo laboral o social, también en los personal, siempre basadas en la dependencia y necesidad. Visto de esta forma, todos somos parásitos, ya sea que seamos jefes, empleados, esposos, amigos; de este modo podemos ver un parásito con una canción bonita, otro con una sarta de insultos y otro haciendo nada.
Esta película es parte de la avanzada de Corea del Sur a Occidente. Además del cine, lleno de una crítica social plena y una calidad sorprendente, llegaron los famosos K-drama, sus versiones de las telenovelas. Dichos fenómenos culturales se posicionaron en Occidente para generar muchos dividendos, parasitando el nicho de las historias románticas, sociales y de ciencia ficción.
Ahora bien, existe un caso que me genera una combinación entre curiosidad y ansiedad. Se trata de los grupos de K-pop y los denominados idols. Grupos como BTS, Blackpink, Seventeen, Aespa, entre otros, son productos que se posicionan en el gusto de la comunidad joven, sector antes ocupado por grupos como Backstreet boys o N´sync. Destacan por sus coreografías impresionantes y casi perfectas, así como la delgadez de sus cuerpos, valores apreciados bajo los estándares de belleza establecidos. En Corea del Sur (porque en la del Norte todos amamos a Kim Jong-un y su régimen. Con amor, niñita) son admirados y buscan alcanzar esa fama. Se rumora que de cada 10 mil aspirantes, sólo uno debuta en una banda. Sin embargo, nada en la vida es gratis y el costo por ser el nuevo idol es alto.
Los padres deben firmar un contrato donde venden a sus hijos a una corporación que les robará el alma, pero los hará famosos. De allí, se los lleva a compañías como YG, JYP y SM Entertainment (una de las pioneras). Básicamente, las academias de idols en Corea son campos de concentración en donde los jóvenes practican desde la madrugada, alrededor de 14 horas al día, para convertirse en K-stars, están prohibidas las relaciones entre ellos y pesar más de 50 kilos se castiga con dietas estricticas, muchas veces sólo beben agua. El ideal de perfección es su única finalidad.
Lo anterior deteriora su salud mental, provocando estrés y, en caso extremos, el suicidio. Famosos los casos de Moonbin, Jung Chae-yull, Yoo Joo-eun, Sulli (exintegrante de grupo f(x)). En su carta de despedida, Jonghyun Kim, miembro de SHINee, escribió: “Me siento roto por dentro. La depresión que poco a poco me corroía, eventualmente me devoró. No pude superarla. Me odié. Decidí aferrarme a los recuerdos y me grité a mí mismo que volviera a mis cabales, pero nunca respondí”.
Sabido es como el Star System explota las inseguridades de los jóvenes para colocar ídolos en los medios, pero también éstos son víctimas de sus propios fans, quienes les exigen perfección. Al final somos como amebas alimentándonos de organismos vivos y muertos en un entorno donde abunda la superficialidad, nos consumen y somos consumidos.