J. LUIS CARVAJAL
No recuerdo haber leído en los últimos años un poemario más perturbador que La caja de cerillos. Una novela en verso (UAZ, México 2014), de la poeta zacatecana Yamilet Fajardo. Por más que haya ganado el Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 2013, esta obra pide ser leída como indica el subtítulo: como un relato que involucra a ciertos personajes que se mueven en cierto escenario durante cierto intervalo de tiempo. Los problemas (los enigmas) comienzan desde la primera página, cuando la narradora asegura que su hermano “se asoma por las grietas de mi falda, moldea / en mis pechos castillos de ceniza” mientras ambos llenan una caja de arena, o la hacen sonar para que lluevan luciérnagas. No se trata de una caja cualquiera, ciertamente, sino que está llena de cerillos y es capaz de hablar con el hermano, mientras la narradora va en busca de hebras verdes. O bien, esconden la caja en algún lugar que luego olvidan, mientras ambos juegan a cazar moscas y a colgarlas vivas.
Conforme pasan las páginas, uno puede suponer, por ejemplo, que la narradora y su hermano viven en un espacio cerrado, siniestro y sórdido (acaso un manicomio). Eso parece evidente cuando el hermano se traga las chispas que emite un cable eléctrico, convencido de que si traga lo suficiente será un meteorito, o bien, cuando intenta meterse en la caja de cerillos, antes de entender que, para caber en ella, necesita “vaciarla del mundo”. Pero la solución del enigma no es tan fácil. “Si me lo preguntan, no sé por qué es mi hermano / […] sólo cuando jugamos a los esposos y él entierra / su pene en mi vagina, / sólo entonces sé muy bien lo que somos”. Acaso esta confusión se debe a que ignoran cómo llamar a cada cosa. Desconocen el nombre de su gato mientras lo arrojan al vacío “para asegurarnos que tuviera siete vidas”. Más adelante la narradora afirma que “Mi hermano se llama Benjamín por las mañanas;/ Carlos Federico por las noches”, y que ella puede llamarse Rose Marie, o Marie Rose, o Carolina o Jazmín.
El subtítulo del libro, por tanto, es doblemente irónico. Se trata de una antinovela, en el sentido que lo concibieron las vanguardias del siglo XX (un relato sin historia, personajes sin congruencia, tiempo sin sentido) que además fue escrito con antiversos (versículos sin metro, sin rima, sin metáfora, casi). Azorado, uno termina el libro borracho de misterio y de tiniebla: La caja de cerillos es un libro que conmueve por todo lo que calla. Eso me recordó un experimento mental que Ludwig Wittgenstein propuso en sus Investigaciones filosóficas. Imaginemos que al nacer nos regalan una caja con un escarabajo adentro, con la condición de que jamás mostremos su interior a los demás. Por más que uno sepa lo que contiene su caja, nadie sabe lo que contienen las cajas de los demás. En ese caso, la palabra escarabajo perdería su significado convencional: en vez de aludir a un insecto coleóptero, el designaría, simplemente, “lo que contiene la caja de cada persona”.
Si aplicamos este experimento al libro de Yamilet Fajardo, la “caja de cerillos” podría aludir a cualquier cosa, pues tenemos prohibido asomarnos a su interior. Los fósforos podrían representar la pasión, la locura, la soledad, el amor de pareja, el sonido que uno escucha cuando agita la realidad, o bien, ese “lugar que no conocíamos y a donde nunca deseábamos ir”. Una alegoría inefable, un trozo de oscuridad “con un pájaro mirando en sus alas congeladas”, tal como lo sentencia el penúltimo poema de este libro incendiario.