Por Alberto Avendaño
El momento poético llega hasta en los poemas que no nos gustan, es epifánico y a veces doloroso. En el transcurso de la semana, de camino al trabajo, me encontraba leyendo un libro de una poeta mexicana que la verdad me pareció muy simplón. El libro fue producto de un premio nacional y le tenía fe, pues ya había leído reseñas y me la habían recomendado, pero la verdad es que uno como lector de poesía también tiene gustos subjetivos, a mi gusto personalísimo me pareció tedioso en ritmo, tema y forma, pero, bueno, llegué a uno de los poemas centrales del libro que cuando lo comencé pensé “ay, no, qué aburrido”, y fue mi mismo pensamiento hasta el final, aunque desató en mí algo raro, me hizo pensar en que cuando muera no habrá nada más allá, ni ángeles ni diablos, ni espíritu ni dios, que todo lo que hago es un absurdo y que es estúpido todo el sistema de creencias que nos imponemos como mecanismo de sobrevivencia. Este tipo de pensamientos los tengo con frecuencia y no me perturban mucho, pero con esta lectura de un poema que a mi gusto no es malo, sólo aburrido, hubo unos cinco minutos en los que sentí un vacío en toda mi existencia y unas profundas ganas de llorar en la combi de transporte público. Recordé a mi pequeña hija y pensé en lo terrible que es que su vida al llegar al final no tendrá una prolongación espiritual, pensé en que me gustaría que dios exista y que hasta el infierno es mejor que la nada. Pasó el sentimiento y regresé a la lectura. Llegó el viernes y tomaba una cerveza con mi amiga Karen SalAzar Mar, le conté esta experiencia y le dije cómo me parece sorprendente el poder de la poesía, que hasta un poema que no nos gusta nos puede conmover profundamente y hacer sentir todo un revolotear en nuestro día. Siempre he sostenido que la poesía es la historia espiritual de la humanidad y que ésa es la función principal que yo le doy.
La poesía es una herida que intentamos cicatrizar, pero en vez de eso la abrimos más. Esta herida se abrió con el despertar de nuestra conciencia, al momento de nombrar “río” al río por el sonido de sus aguas, inventamos el símbolo y, a su vez, la metáfora por pura casualidad y la mejor manera de documentarlo ha sido a través del canto. Cuando la poeta que leí en la semana escribió su libro, más que pensar en el premio o la futura publicación intentaba sanar la herida colectiva que nos heredó el lenguaje y yo, al leerla, sólo me lastimé más, independiente a si me gustó o no. José Vicente Anaya escribió en su libro Hikuri que todos los poetas son el mismo y es verdad, pero agregaría que todos los lectores de poesía también somos el mismo, no importa si nos gusta la poesía experimental o los sonetos.