Sara Andrade
Mi mamá una vez me contó un sueño que la atormentaba. Me dijo que era algo que soñaba constantemente y que despertaba siempre llena de angustia, como si fuera un mal agüero. Me dijo que soñaba que la ciudad un día amanecía llena de agujeros. Todo el bulevar, la López Velarde, abierta como si fuera un queso gruyere. Plaza de Armas y la calle Hidalgo, el patio de nuestra casa, el camino a la Bufa también. No había superficie que no se viera afectada por aquella extraña enfermedad. Me dijo que en el sueño se asomaba a un boquete y que no parecían tener fondo. Era solamente un abismo, abriendo la boca, esperando a que un transeúnte despistado cayera en su estómago oscuro.
Cuando me lo contó recuerdo haberme sentido afortunada de ser de las pocas enfermas que disfrutan de los hoyos que abre la tierra. Para mi mamá aquella imagen era fuente de ansiedad y miedo, pero yo me imaginaba saltando al abrazo imposible de una fosa sin fondo. L’appel du vide, pero socarrón. El llamado del abismo, pero no por nihilista sino porque me atraen las entrañas de la tierra como a los locos que los atrae el mar. Gracias a Dios lo mío se contenta con un par de sueños con los duendes del cerro y no tengo que buscar satisfacción a mis fetiches dentro de un submarino hechizo.
Supongo que algo tiene qué ver con el hecho de que vivo en Zacatecas y que una de las experiencias formativas de todo niño nacido aquí es ir a una excursión guiada por la Mina del Edén. Ver el agua helada e iluminada por luces led, al fondo del socavón, y escuchar la leyenda de Roque el Minero y ver su cara malformada entre las vetas de plata es algo que te cambia la psique. Y tienes de dos sopas: o te juras a ti mismo no volver a pisar aquel agujero con olor a humedad y no volver a pensar en túneles subterráneos o, como yo, encuentras una fascinación mortífera con la idea de aventarte un chapuzón a los coloridos lagos sabor herrumbre.
Hoy que escribo esta columna platico con un amigo de la Ciudad de México que me dice que soñó que en Zacatecas temblaba. Le digo que pierda miedo de que algo así suceda aquí. A menos que sean los mini-sismos marca GoldCorp es imposible que las placas tectónicas de México vengan a perturbar al viejito del costal que es este estado. Más bien, creo deberíamos tener cuidado de los agujeros de queso que se abren de repente, sobre todo cuando llueve. Le cuento la historia de la vecina de mi abuela que decía que tenía un pozo sin fondo en su patio. “No se llena y llevo 25 años echando mi basura”, decía la mujer muy orgullosa. Le digo que lo que más me sorprendía de la historia era que nunca se hubiera animado a aventarse, como para comprobar su teoría.